EL CURRICULUM
Ando estos días intentando redactar mi
curriculum vitae y la verdad es que no resulta un ejercicio gratificante.
Debes ser sincera, demostrar que estás a
la altura de las circunstancias, resultar ágil, no perderte en disquisiciones.
Todo el mundo te da consejos sobre cómo
redactarlo, como presentarte, como hacer las cosas correctamente.
En las redes sociales, en internet puedes
encontrar modelos de curriculum, tutoriales, consejos, comentarios.
Y el resultado siempre es el mismo.
Frustración.
Porque sabes desde el minuto 0 que nunca estarás
a la altura de lo que el mercado laboral exige, demanda.
Cuando era joven, nunca cumplía una de
las exigencias más importantes de lo que ahora llaman perfil: experiencia. Lo
cual resultaba lógico, puesto que no la tenía. Si era joven y por tanto acababa
de entrar en el club de los adultos era imposible que tuviese experiencia.
Ahora que soy mayor, digamos que madura,
que tengo la experiencia y conozco mis posibilidades y mis limitaciones, tampoco
encajo en las demandas laborales.
Porque el perfil solicitado habla de
juventud con experiencia. Es de locos lo sé, pero es así.
No importa lo que haya hecho, ni cuanto
me haya esforzado. No importa lo mal que lo esté pasando ahora y cuanto
necesite el trabajo. No estoy a la altura.
Si a esto le añades ser mujer, estar más
cerca de los 50 que de los 30, que tu aspecto físico no sea particularmente
atractivo y que para caminar te ayudas de un bastón, en el mejor de los días,
la cosa pinta peor. Ni siquiera escuchas la tradicional frase de “te llamamos
en 15 días”.
Y no la escuchas porque para rematar la
jugada, ahora para acceder al mercado laboral debes inscribirte en portales de
internet en los que las pocas empresas que todavía funcionan “cuelgan” sus
demandas.
Me comentaba una buena amiga que resulta
descorazonador comprobar cómo menos de dos horas después de responder a una
oferta de trabajo, tu perfil aparece marcado como “descartado” y que la razón
principal es que a tu edad aportas experiencia pero no juventud.
No importa el esfuerzo que te ha costado
mantenerte vivo, madurar, crecer, luchar, perder batallas, recuperarte,
frustrarte, intentar plantar cara a cada nuevo día, no rendirte. No importan
las lágrimas, las sonrisas, los rechazos, los errores, los aciertos.
Si el mercado dice que estás fuera, estás
fuera y punto. De ti se espera la dignidad suficiente para que te sientes en la
cuneta, en silencio y no molestes demasiado. Es imprescindible que no hagas
ruido. No es elegante.
Así que en estado de shock y sin entender
cómo te han pillado desprevenida te sientas y repasas tu vida, intentando
descubrir en qué punto, en que recodo del camino te perdiste, que señal
ignoraste. Pero por mucho que reflexiones, pienses o te estrujes la meninge, sigues
sin entenderlo.
Veamos…
A mí me matricularon en una escuela
municipal de Barcelona a los tres años (1968). Digamos que fue la única
solución que encontraron mis padres para lidiar con un espíritu libre e
inquieto que a los dos años ya sabía leer y memorizaba cartas leídas en voz
alta, conversaciones y textos varios, y que posteriormente citaba textualmente
ante quien le prestase atención, al desconocer las reglas sociales más
esenciales, en particular la discreción y la privacidad.
Desde el primer día mi asistencia al
centro escolar resultó un desafío para las maestras, puesto que captar mi
atención durante más de diez minutos era una tarea agotadora. Y puesto que
dominé el área verbal desde el primer cumpleaños solía interferir en el proceso
de aprendizaje académico de mis compañeras.
A los cinco años (1970) la directora del
centro, solicitó una evaluación psicológica de las todas las alumnas, desde las
más pequeñas hasta las que aquel curso acabarían la E.G.B. (Educación General
Básica).
El resultado de las pruebas permitió
conocer el rendimiento académico de las alumnas y teóricamente corregir y
mejorar el sistema de trabajo.
Años más tarde mis padres me informaron
del resultado de la prueba y me permitió comprender porque era “rara”, porque
no encajaba en ningún lugar. Pero nada más.
En los años siguientes pasé la mitad de
mi tiempo en clase, intentando ser “normal” y la otra mitad luchando por mi
vida…fiebre tifoidea, rubeola, espasmos digestivos, fiebres reumáticas,
tratamientos con bomba de cobalto, reposo absoluto, cardiopatías, problemas
óseos…
En clase me aburría soberanamente,
enredaba, molestaba a mis compañeras hablando sin parar. Las profesoras
alternativamente me sentaban en una mesa sola, en su propia mesa o en una mesa
individual junto a la mesa de la profesora.
Las matemáticas eran la roca contra la
que mi pobre mente se estrellaba constantemente. Porque fue en ese tiempo
cuando el Ministerio de Educación y Ciencia decidió que debíamos pasar de sumar
2+2=4 a los Diagramas de Venn, las Intersecciones entre conjuntos y otras
maravillas matemáticas que resultaban abstractas e incomprensibles…
Por fortuna cuando estaba enferma, podía
dedicarme a lo que realmente me gustaba. Leer. Oh sí. Me perdía, abandonaba la
realidad, las paredes de mi habitación desaparecían, el mundo gris que me
rodeaba desaparecía y sin esfuerzo alguno, me trasladaba a lugares
maravillosos, compartía mi tiempo con personajes increíbles, nadie me juzgaba,
nadie me hacía sentir mal, nadie me humillaba.
Hasta el Sexto grado permanecí en la
misma escuela, en la que únicamente se permitía la matriculación de chicas.
Cuando acabó aquel curso, mi familia
cambio de calle, de casa, de trabajo y yo además cambié de escuela.
Y acabé en un centro privado, mixto,
bastante caro para una familia de clase trabajadora. Mi nueva casa era una
mezcla de hogar y trabajo. Ya os hablé en el texto anterior de la portería,
estilo Arriba&Abajo.
A partir de entonces mi vida resultó más
complicada si cabe. Era distinta. Y mis nuevos compañeros y mis compañeras me
lo hacían saber siempre, a cada momento. No éramos niños ni éramos adultos.
Habíamos llegado a esa espantosa fase humana llamada adolescencia denominada
también edad del pavo.
La novedad más importante de aquel nuevo
centro académico consistía en que si no me rescataban los Dioses
Misericordiosos, con suerte saldría de allí en plena vejez, es decir a los 20
años.
Como imagináis los Dioses Misericordiosos
no escucharon mis plegarias y a punto estuve de abandonar aquellos edificios en
la treintena.
Logré aprobar la E.G.B. y por tanto el
Graduado Escolar con una nota bastante aceptable, al menos para mí.
El siguiente paso fue el B.U.P.
(Bachillerato Unificado Polivalente). Dejaré que vuestra imaginación se emplee
a fondo por lo que respecta a mi agonía académica y únicamente os daré una
pista: 1º B.U.P., 2º B.U.P., 3º B.U.P. (cursado tres veces).
Cada curso empezaba en septiembre y
finalizaba en junio. Excepto en mi caso. Que empezaba en septiembre y se
alargaba hasta los exámenes de septiembre siguiente. El motivo era sencillo. El
carísimo centro privado, no estaba homologado por el ministerio lo que nos
obligaba a examinarnos por libre cada mes de junio, en un solo día, en el
Instituto de Zona, ante catedrátic@s que no nos conocían.
La última vez que cursé 3º B.U.P. fue en
el Instituto de Zona. No estaba dispuesta a que mis padres siguieran pagando un
solo recibo más a la dirección de aquel carísimo centro de estudios que seguía
sin estar homologado.
A pesar de que la experiencia resultó
enriquecedora en el plano humano y que encontré a gente estupenda (va por ti
Ali) con la que sigo en contacto, mi Gólgota personal todavía me reservaba
sorpresas.
Cada mes de junio debía presentarme a las
llamadas “repescas”. Y si, como su nombre indica te aquellos exámenes te hacían
sentir como un pez en un barril. Desafortunadamente para mí la pesca duraba
hasta septiembre.
Cada nuevo curso arrastraba asignaturas
pendientes del año anterior. Cada nuevo curso constituía una nueva
representación del mito de Sísifo.
Y así hasta llegar a C.O.U. (Curso de
Orientación Universitaria), que cursé dos veces porque no había aprobado las
materias pendientes de B.U.P.
Finalmente lo logré. Logré mi Título de
Bachillerato Superior y mi Título de Acceso Universitario. Pero no logré llegar
a la Prueba de Selectividad. No era necesario porque no iría a la Universidad.
Era simple. No había dinero. Y por otra parte mi media aritmética me obligaba a
rogar de nuevo la ayuda de los Dioses Misericordiosos para lograr la puntuación
que requerida para acceder a la Facultad de tus sueños.
Gracias a los desvelos de mi madre, mis
vacaciones estivales se dividían cada año entre estudiar las asignaturas a
recuperar en septiembre y estudiar contabilidad, mecanografía, idiomas…así que
ya estaba lista para trabajar.
Vendedora, secretaria de dirección,
profesora particular, mecanógrafa de tesinas doctorales, carnicera…
Con el tiempo, tras una espantosa
travesía vital, volví a estudiar. La Universidad quedaba de nuevo fuera de mis
posibilidades.
Así que no preguntéis porque (las razones
son peregrinas, variadas y largas) yo que había dedicado mi vida a las lenguas
clásicas, la historia del arte, la historia contemporánea, la
literatura….preparé mi examen de ingreso en la escuela de dietética.
Durante un año alterné trabajos
peregrinos, con la contabilidad del negocio familiar (papá ya no trabajaba en
la fábrica gracias a las ideas del Ministro Carlos Solchaga sobre la
reconversión industrial y los planes de la Europa de velocidad única y nos ganábamos
la vida con la venta de pesca salada) y el estudio a horas intempestivas de
química, bioquímica, anatomía…
Aprobé el examen, ingresé en la escuela
de Dietética, cursé mis estudios, hice mis prácticas y cuando acabé mi
formación no encontré trabajo.
Pero no me rendí. Continué en el negocio
familiar, fui canguro, profesora particular, volví a ser secretaria. Tras dos
años perdí mi trabajo. Volví al negocio familiar. Formé parte de un proyecto
editorial, una revista BarSalOna, del que no obtuve demasiado dinero pero si
mucha experiencia como redactora, correctora de estilo y ayudante de redacción,
fui lectora de la ONCE.
Y mientras, desde la época de dietética,
estudié para formarme como profesional de la radio y dediqué mi tiempo libre a
ese fascinante mundo.
Abandoné la revista, puesto que no se
apreciaba una mejora de mi situación laboral y fui contratada como
administrativa y más tarde como profesora de la escuela de radio en la que me
había matriculado.
A lo largo de esos años, asistí a
Congresos de Medicina, Cursos de capacitación, intenté reciclarme, intenté
aprender de cada experiencia, quedé finalista en varios certámenes radiofónicos,
me adapté a las nuevas tecnologías…
Y todo el mundo dijo lo mismo: que tenía
talento, conocimientos, que era lista, que no lo hacía mal como profesora, que
escribía bastante bien…
Pero algo no he hecho bien. En algún
recodo del camino me equivoqué de dirección.
No haber asistido a una Universidad, no
ser licenciada o doctora no obra en mi favor. Como tampoco resulta favorable mi
edad, mi aspecto, mi bastón y ser mujer.
Que conste que hablo por mí. Porque mis
amigas, lograron sus metas, llegaron hasta la Universidad, cursaron sus
carreras. No digo con ello que sus vidas sean perfectas. Ellas sabrán cómo son
sus vidas, como son sus sueños.
Siempre he tenido la sensación de llegar
tarde a todas partes, de haberme equivocado de época y de lugar. De no entender
las reglas del juego.
En fin, que todo esto, lo que te define
como persona, como ser humano, es lo que no cabe en un curriculum.
Pero ahora ya no importa, porque no creo que
para mí exista una oportunidad.
El mundo es de los jóvenes. Eso es lo que
preocupa al mercado, a la Unión Europea.
Yo si no es molestia me sentaré en un
lado del camino y seguiré reflexionando para descubrir en que me equivoqué.
Porque no cabe duda de que soy yo quien se equivoca y no el mercado, ni los planes de la Unión Europea...