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jueves, 5 de abril de 2012

CULPA,PERDÓN,PALABRA


Esta semana es la semana de la culpa, de la penitencia, de la redención. Es una semana de aquellas en la que el crujir de dientes de las almas condenadas a vivir en el Infierno está más presente que nunca, especialmente para aquellos que se publican creyentes.

Lo de creer en un ser superior que rige nuestras vidas o no creer en su existencia es algo intimo y personal. Muy íntimo y muy personal. Creo que en eso está de acuerdo la inmensa mayoría de la humanidad.

Desde que el ser humano se convirtió en un ser ligado al grupo, desde que empezamos a crear las estructuras que de una forma u otra continúan vigentes perdimos la inocencia y adquirimos un nuevo sentimiento que resulta común a la mayoría de las culturas: la culpa. Al mismo tiempo creamos la cura a este sentimiento tan devastador: el perdón.

Si de algo sabe mi generación en de culpa, pecado, prohibiciones, transgresiones y poco perdón.

La tradición en este país hizo que de forma obligatoria, sin pensar, aceptásemos lo que el grupo aceptaba. Y la culpa y sus resultados hicieron un trabajo magnifico en lo más hondo de nuestro ser.

Lo curioso es que quienes se encargan de hacernos sentir culpables por cada acto que llevamos a cabo no se sienten, o al menos no lo confiesan o reconocen públicamente, culpables.

Si dedicásemos un poco de nuestro tiempo diario a analizar lo que en teoría nos hace sentir culpables descubriríamos que no hemos hecho, dicho o pensado nada tan atroz que nos convierta a los ojos del grupo en culpables.

Pero en esas andamos. Fustigándonos, confesando nuestros pecados, soñando aterrados con castigos a la altura de nuestra transgresión, temblando por si es cierto que hay algo después de la muerte que nos condene a vagar eternamente encadenados a nuestras culpas, nuestros pecados.

Lo más adecuado sería hacer balance cada noche sobre nuestros actos y con cariño y objetividad, plantearnos cada error como una posibilidad de aprender y avanzar y no como algo que nos deje estancados en el lodo de los errores.

Cada día enfrentamos nuestra existencia con la certeza absoluta de que somos imperfectos, que debemos aprender y que no existe un manual que nos permita sortear los obstáculos con la facilidad con la que se puede resolver una suma o una resta. Bueno en cierta forma el método es sencillo. Sumariamos conocimientos y experiencias, conclusiones y restaríamos elementos negativos.

Creo que la culpa únicamente sirve para que avancemos en línea recta por el camino, sin prestar atención al paisaje, a las oportunidades que la vida nos depara. Estamos tan empeñados en llegar a la noche con el marcador de errores a cero que nos perdemos muchas cosas.

Desde luego por mucho que haga millones de años que hemos bajado de los árboles y nos hayamos convertido en seres bípedos y racionales, algo de la bestia ancestral y primitiva debemos conservar porque si no no se comprende tanta norma, ley humana, código de conducta, código deontológico, código de circulación, código de barras, leyes divinas, textos sagrados, textos menos sagrados, libros de auto ayuda, manuales de buenas maneras, tratados de protocolo…cuya función principal por lo visto es la de hacer de nosotros pobres mortales seres capaces de controlar la parte animal que nos habita.

Y a pesar de tanto código, ley y demás seguimos metiendo la pata a cada paso. Unos con mayor fortuna y otros quedándose con la sensación de no avanzar casilla lo que resulta frustrante a todas luces.

Lo único que puede curar la culpa es el perdón, especialmente el perdón a través de la palabra.

Y en este punto es inevitable recordar, los que pertenecemos a mi generación seguramente de forma automática, las palabras de un oficial romano que no encontraba remedio alguno para su más querido sirviente. Sabedor de la capacidad de sanación de Jesús (en ese momento todavía no era el Cristo) salió a su paso y simplemente le dijo “Señor no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

La palabra cura, salva, destierra los demonios internos. Pero también condena. Dice un proverbio árabe que “El secreto debe formar parte de tu piel y tu alma, sino estás perdido”. Pero los secretos nos pueden llevar a la locura como cuenta Edgar Allan Poe en El Corazón delator.

Antaño confesábamos nuestras cuitas al cura de la parroquia o la portera del edificio (por eso han adquirido una fama de cotillas injusta y puedo asegurar que se de lo que hablo porque he sido portera o como prefiero denominarme, Empleada de Fincas Urbanas Sindicada). Actualmente como cada vez la comunicación entre los humanos a pesar de lo globalmente comunicados que estamos es más complicada o nula, recurrimos al terapeuta.

Si tenéis la suerte que tengo yo, entonces vuestra curación será no diríamos que rápida pero si efectiva.

Mi terapeuta es un gran ser humano. Gracias a él, a su convicción de que la palabra cura, me he salvado de la locura en el sentido más destructivo y devastador del término. Nunca me ha aconsejado ni juzgado y siempre me ha escuchado. Diréis que en realidad es su trabajo. Pues si. Pero él ha elevado su trabajo a la categoría de milagro. Soy consciente de que mis culpas cada vez son más leves y de que soy capaz de tratarlas con el respeto o la irreverencia que merezcan. Y también soy consciente de que el proceso no ha terminado. Pero ahora las puedo detectar, comprender, acunar y dejar marchar. Encontraré otras en el camino, tantas como piedras encontramos en la calzada. Pero serán nuevas. Las viejas cada vez están más alejadas de mi vida.

Los creyentes utilizan la oración para curar o mitigar su dolor y su culpa. Y en la mayoría delos casos les funciona. La oración es tan antigua, universal y global como el ser humano. La plegaria, la oración. Todo sirve para que nuestras culpas sean más ligeras y duelan menos.

La culpa puede ser devastadora, incluso a nivel físico. Los más cercanos a las nuevas filosofías vitales, afirman que algunas dolencias graves se deben a sentimientos y experiencias negativos que se traducen en desajuste de nuestro cuerpo que nos puede llevar a la más terrible experiencia vital.

La mayoría de nosotros a pesar de lo modernos y sofisticados que somos, en momentos de angustia, de conflicto o de perdida, acudimos a la oración. En ocasiones se trata de la formula aprendida en la infancia de forma automática que creías olvidada pero que aflora en tus labios de forma inconsciente. En otros momentos simplemente se trata de una nueva forma de pensamiento en voz alta que aligera la pena, la angustia y el dolor. Puede que no seamos creyentes, pero ahí estamos prometiendo, pactando, rogando por nosotros en pocas ocasiones y por los que amamos en la mayoría de los casos. Porque a pesar de ser unos cínicos recalcitrantes nuestra gente siempre merece un esfuerzo mayor.

Recuerdo el final de una obra de Unamuno que habla de la oración de forma contundente y que te hace pensar.

El autor de una obra, decide eliminar a un personaje porque no encaja con el argumento. A la mañana siguiente mientras rescribe las escenas modificadas, llaman a su puerta. Abre y encuentra a un tipo que le resulta familiar, pero que no sitúa. Le permite entrar en su casa porque el aspecto de aquel hombre le inquieta. Está alterado, preocupado, sudoroso. Parece que la vida se le escapa por segundos. Alarmado le invita a entrar en su despacho, le ruega que se siente y le ofrece una bebida tónica. Cuando el visitante se ha serenado un poco, el escritor le pregunta por el motivo de su visita. Y cuando este empieza a hablar, el escritor descubre horrorizado que se trata del personaje que ha eliminado de su novela.

A medida que la conversación avanza el personaje le recrimina al escritor que le haya eliminado de la novela, que no le haya permitido demostrar su valía, lo que pueda aportar a la trama.

El autor que desea que su visitante se marche cuanto antes le contesta que él es el dueño de la obra, el creador máximo y que tiene el derecho y la obligación de modificar las palabras y las frases a su antojo o los personajes que no le resulten útiles.

El personaje se levanta lentamente de la silla, y antes de salir del despacho, le dice al escritor que en realidad le da pena porque quiere jugar a ser Dios pero que no lo ha conseguido.

El autor le responde airado que en realidad el personaje es prescindible porque ha surgido de sus sueños y de su fantasía. Y es entonces cuando el personaje eliminado sonríe por primera vez y responde que ambos están a la misma altura. Porque los humanos en realidad sabemos que somos el fruto de los sueños de Dios y que temerosos de que despierte y deje de soñarnos, temerosos de desaparecer del universo, le rezamos. Porque la oración, el rezo, la plegaria en realidad son canciones de cuna que recitamos para que Dios no despierte y nos siga soñando.

Rezos aparte, la culpa no es buena y como dice la canción hace daño, da pena y se acaba por llorar. Desterremos la culpa y llamémosla simplemente error. Aprendamos de ella. Siempre y cuando no hayamos atentado contra una vida o la libertad de nuestros semejante. Entonces no se trata de culpa. Se trata de canallada, de atrocidad, de falta de alma. Del momento en que la bestia primitiva ha ganado la partida.

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