Esta semana es la semana de la culpa, de
la penitencia, de la redención. Es una semana de aquellas en la que el crujir
de dientes de las almas condenadas a vivir en el Infierno está más presente que
nunca, especialmente para aquellos que se publican creyentes.
Lo de creer en un ser superior que rige
nuestras vidas o no creer en su existencia es algo intimo y personal. Muy íntimo
y muy personal. Creo que en eso está de acuerdo la inmensa mayoría de la
humanidad.
Desde que el ser humano se convirtió en
un ser ligado al grupo, desde que empezamos a crear las estructuras que de una
forma u otra continúan vigentes perdimos la inocencia y adquirimos un nuevo
sentimiento que resulta común a la mayoría de las culturas: la culpa. Al mismo
tiempo creamos la cura a este sentimiento tan devastador: el perdón.
Si de algo sabe mi generación en de
culpa, pecado, prohibiciones, transgresiones y poco perdón.
La tradición en este país hizo que de
forma obligatoria, sin pensar, aceptásemos lo que el grupo aceptaba. Y la culpa
y sus resultados hicieron un trabajo magnifico en lo más hondo de nuestro ser.
Lo curioso es que quienes se encargan de
hacernos sentir culpables por cada acto que llevamos a cabo no se sienten, o al
menos no lo confiesan o reconocen públicamente, culpables.
Si dedicásemos un poco de nuestro tiempo
diario a analizar lo que en teoría nos hace sentir culpables descubriríamos que
no hemos hecho, dicho o pensado nada tan atroz que nos convierta a los ojos del
grupo en culpables.
Pero en esas andamos. Fustigándonos,
confesando nuestros pecados, soñando aterrados con castigos a la altura de
nuestra transgresión, temblando por si es cierto que hay algo después de la
muerte que nos condene a vagar eternamente encadenados a nuestras culpas,
nuestros pecados.
Lo más adecuado sería hacer balance cada
noche sobre nuestros actos y con cariño y objetividad, plantearnos cada error
como una posibilidad de aprender y avanzar y no como algo que nos deje
estancados en el lodo de los errores.
Cada día enfrentamos nuestra existencia
con la certeza absoluta de que somos imperfectos, que debemos aprender y que no
existe un manual que nos permita sortear los obstáculos con la facilidad con la
que se puede resolver una suma o una resta. Bueno en cierta forma el método es
sencillo. Sumariamos conocimientos y experiencias, conclusiones y restaríamos elementos
negativos.
Creo que la culpa únicamente sirve para
que avancemos en línea recta por el camino, sin prestar atención al paisaje, a
las oportunidades que la vida nos depara. Estamos tan empeñados en llegar a la
noche con el marcador de errores a cero que nos perdemos muchas cosas.
Desde luego por mucho que haga millones
de años que hemos bajado de los árboles y nos hayamos convertido en seres bípedos
y racionales, algo de la bestia ancestral y primitiva debemos conservar porque si
no no se comprende tanta norma, ley humana, código de conducta, código deontológico,
código de circulación, código de barras, leyes divinas, textos sagrados, textos
menos sagrados, libros de auto ayuda, manuales de buenas maneras, tratados de
protocolo…cuya función principal por lo visto es la de hacer de nosotros pobres
mortales seres capaces de controlar la parte animal que nos habita.
Y a pesar de tanto código, ley y demás
seguimos metiendo la pata a cada paso. Unos con mayor fortuna y otros quedándose
con la sensación de no avanzar casilla lo que resulta frustrante a todas luces.
Lo único que puede curar la culpa es el
perdón, especialmente el perdón a través de la palabra.
Y en este punto es inevitable recordar,
los que pertenecemos a mi generación seguramente de forma automática, las
palabras de un oficial romano que no encontraba remedio alguno para su más
querido sirviente. Sabedor de la capacidad de sanación de Jesús (en ese momento
todavía no era el Cristo) salió a su paso y simplemente le dijo “Señor no soy
digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
La palabra cura, salva, destierra los
demonios internos. Pero también condena. Dice un proverbio árabe que “El
secreto debe formar parte de tu piel y tu alma, sino estás perdido”. Pero los
secretos nos pueden llevar a la locura como cuenta Edgar Allan Poe en El
Corazón delator.
Antaño confesábamos nuestras cuitas al
cura de la parroquia o la portera del edificio (por eso han adquirido una fama
de cotillas injusta y puedo asegurar que se de lo que hablo porque he sido
portera o como prefiero denominarme, Empleada de Fincas Urbanas Sindicada).
Actualmente como cada vez la comunicación entre los humanos a pesar de lo
globalmente comunicados que estamos es más complicada o nula, recurrimos al
terapeuta.
Si tenéis la suerte que tengo yo,
entonces vuestra curación será no diríamos que rápida pero si efectiva.
Mi terapeuta es un gran ser humano.
Gracias a él, a su convicción de que la palabra cura, me he salvado de la
locura en el sentido más destructivo y devastador del término. Nunca me ha
aconsejado ni juzgado y siempre me ha escuchado. Diréis que en realidad es su
trabajo. Pues si. Pero él ha elevado su trabajo a la categoría de milagro. Soy
consciente de que mis culpas cada vez son más leves y de que soy capaz de
tratarlas con el respeto o la irreverencia que merezcan. Y también soy
consciente de que el proceso no ha terminado. Pero ahora las puedo detectar,
comprender, acunar y dejar marchar. Encontraré otras en el camino, tantas como
piedras encontramos en la calzada. Pero serán nuevas. Las viejas cada vez están
más alejadas de mi vida.
Los creyentes utilizan la oración para
curar o mitigar su dolor y su culpa. Y en la mayoría delos casos les funciona.
La oración es tan antigua, universal y global como el ser humano. La plegaria,
la oración. Todo sirve para que nuestras culpas sean más ligeras y duelan
menos.
La culpa puede ser devastadora, incluso a
nivel físico. Los más cercanos a las nuevas filosofías vitales, afirman que
algunas dolencias graves se deben a sentimientos y experiencias negativos que
se traducen en desajuste de nuestro cuerpo que nos puede llevar a la más
terrible experiencia vital.
La mayoría de nosotros a pesar de lo
modernos y sofisticados que somos, en momentos de angustia, de conflicto o de
perdida, acudimos a la oración. En ocasiones se trata de la formula aprendida
en la infancia de forma automática que creías olvidada pero que aflora en tus
labios de forma inconsciente. En otros momentos simplemente se trata de una
nueva forma de pensamiento en voz alta que aligera la pena, la angustia y el
dolor. Puede que no seamos creyentes, pero ahí estamos prometiendo, pactando,
rogando por nosotros en pocas ocasiones y por los que amamos en la mayoría de
los casos. Porque a pesar de ser unos cínicos recalcitrantes nuestra gente
siempre merece un esfuerzo mayor.
Recuerdo el final de una obra de Unamuno
que habla de la oración de forma contundente y que te hace pensar.
El autor de una obra, decide eliminar a
un personaje porque no encaja con el argumento. A la mañana siguiente mientras rescribe
las escenas modificadas, llaman a su puerta. Abre y encuentra a un tipo que le
resulta familiar, pero que no sitúa. Le permite entrar en su casa porque el
aspecto de aquel hombre le inquieta. Está alterado, preocupado, sudoroso.
Parece que la vida se le escapa por segundos. Alarmado le invita a entrar en su
despacho, le ruega que se siente y le ofrece una bebida tónica. Cuando el
visitante se ha serenado un poco, el escritor le pregunta por el motivo de su
visita. Y cuando este empieza a hablar, el escritor descubre horrorizado que se
trata del personaje que ha eliminado de su novela.
A medida que la conversación avanza el
personaje le recrimina al escritor que le haya eliminado de la novela, que no
le haya permitido demostrar su valía, lo que pueda aportar a la trama.
El autor que desea que su visitante se
marche cuanto antes le contesta que él es el dueño de la obra, el creador
máximo y que tiene el derecho y la obligación de modificar las palabras y las
frases a su antojo o los personajes que no le resulten útiles.
El personaje se levanta lentamente de la
silla, y antes de salir del despacho, le dice al escritor que en realidad le da
pena porque quiere jugar a ser Dios pero que no lo ha conseguido.
El autor le responde airado que en
realidad el personaje es prescindible porque ha surgido de sus sueños y de su fantasía.
Y es entonces cuando el personaje eliminado sonríe por primera vez y responde
que ambos están a la misma altura. Porque los humanos en realidad sabemos que
somos el fruto de los sueños de Dios y que temerosos de que despierte y deje de
soñarnos, temerosos de desaparecer del universo, le rezamos. Porque la oración,
el rezo, la plegaria en realidad son canciones de cuna que recitamos para que
Dios no despierte y nos siga soñando.
Rezos aparte, la culpa no es buena y como
dice la canción hace daño, da pena y se acaba por llorar. Desterremos la culpa
y llamémosla simplemente error. Aprendamos de ella. Siempre y cuando no hayamos
atentado contra una vida o la libertad de nuestros semejante. Entonces no se
trata de culpa. Se trata de canallada, de atrocidad, de falta de alma. Del
momento en que la bestia primitiva ha ganado la partida.
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