Esta semana es extraña. Más de lo
habitualmente extrañas que están resultando las semanas de los últimos años. En
el mundo resuena el eco del disparo del arma con la que un jubilado griego se
ha quitado la vida frente al Parlamento de su país.
En uno de sus bolsillos llevaba una carta
idéntica a otra que ha dejado a su familia, explicando el porqué de su
decisión.
Contaba que no quería acabar rebuscando
en los cubos de basura hasta encontrar algo con lo que alimentarse. Estaba
enfermo y desesperado. Era farmacéutico. Había vendido su negocio en el 94 y
desde ese momento su pensión había adelgazado a golpe de crisis económica y despropósito
político. Lo más doloroso es que insistía en que había pagado puntualmente y
sin hacer trampa o recibir ayuda los impuestos que garantizasen esa pensión que
ahora le era arrebatada céntimo a céntimo abocándole a la miseria más absoluta.
La
tragedia griega de la que habla el mundo no ha sido escrita por una mente reflexiva
del calibre de los autores o filósofos clásicos antiguos algunos de los cuales
fueron invitados por los que les gobernaban y se sentían ofendidos con sus
opiniones contundentes y acusadoras al suicidio.
Esta tragedia como la que viven cientos
de griegos y griegas de todas las edades ha sido dictada y escrita por
gobernantes a los que la masa que les sustenta y sostiene resulta molesta e
insignificante.
Esta tragedia nos golpeará de forma
temporal, porque otras muchas llegaran a nuestra playa colectiva en forma de
desechos y restos del gran naufragio que ha experimentado nuestra sociedad.
Hace un año más o menos un joven de
probada formación intelectual y técnica se quemaba ante la mirada horrorizada
de los que le contemplaban en Túnez. Para sobrevivir y alimentar a su familia
se dedicaba a la venta ambulante de fruta pero como carecía de permiso oficial
que le permitiese vender los productos que ofrecía públicamente, una y otra vez
la policía le detenía, decomisaba la mercancía y multaba. Nadie recuerda ya su
nombre, ni el lugar exacto en que se inmoló. Nadie recuerda que ese gesto de
desesperación, de haber llegado al límite, de no encontrar salida a su
situación, provocó la llamada Primavera Árabe. Primero fue Túnez, luego Egipto,
luego Libia y ahora asistimos a la sangría de Siria. Sin contar con que en las
últimas horas la etnia tuareg ha declarado la independencia del norte de Mali,
el país en el que el ejército depuso la pasada semana al presidente del país por
actuar de forma poco contundente contra esa minoría tuareg.
Hoy mismo casi 12.000 sillas vacías
recordaban la tragedia de Sarajevo. Han pasado 20 años de aquel horror, de
aquella suma infernal de muertos. Sarajevo. Una ciudad culta, multiétnica, símbolo
aparente de la convivencia hace 20 años era una ciudad sin esperanza, en la que
no había nada que hacer, en la que no había agua, alimentos o medicinas.
Sarajevo era noticia cada hora porque los sitiadores serbios se empleaban a
fondo masacrando a grupos de civiles que salían a comprar el pan cuando lo
había.
Los francotiradores eran invisibles y
certeros. No distinguían entre niños o adultos. Simplemente ajustaban el
objetivo, se preparaban y con una perfección macabra eliminaban a un enemigo
más. Los habitantes de Sarajevo aprendieron a bajar a la calle colgándose de
los balcones de sus casas en llamas, esquivaron balas fantasmas, no perdieron
la moral y siguieron empeñados en vivir.
La ONU organización supranacional
heredera de la Sociedad de Naciones a todas luces inútil como en el resto de
conflictos y desastres del pasado siglo y de este que acabamos prácticamente de
estrenar, comprobó que los niños de Sarajevo habían inventado un nuevo juego.
Colgarse de las tanquetas y otro tipo de vehículos esperando morir. Niños. El
futuro esperando morir.
Cuando aquella guerra de Los Balcanes
finalizó, fue sobre el papel. Los odios, los rencores, los fantasmas siguen
vivos. Los culpables siguen vivos. En ocasiones se les atrapa y les juzga un
tribunal internacional contra los crímenes que atentan contra la humanidad.
Pero de ahí no pasa el tema.
En aquella década espantosa otro
conflicto convirtió África en un cementerio gigantesco. Ruanda. Otra lista de
lamentos y dolor. Ver la película Hotel Ruanda te hace sentir que no quieres
pertenecer a este grupo, a esta especie que periódicamente se extermina,
tortura y mutila.
Cuando Sarajevo se desangraba, cuando los
bosnios musulmanes eran eliminados sistemáticamente el mundo se horrorizaba y
seguía atento las noticias, pero no pasaba nada más.
En nuestro país vivíamos pendientes de
tres acontecimientos multitudinarios. La Exposición Universal de Sevilla, El
Madrid Cultural y las Olimpiadas de Barcelona 92. A menos de dos horas en avión
la gente se desangraba, moría, perdía la esperanza y nosotros aplaudíamos los
logros científicos, sociales y deportivos del mundo civilizado. Y no pasaba
nada.
Unos años después la televisión de todo
el mundo informó de como dos aviones se estrellaban contra las Torres del World
Trade Center de Nueva York, de como otro avión se estrelló contra el edificio
del Pentágono en Washington D.C. y de como un grupo de pasajeros de otro vuelo
suicida logró abortar el plan y estrelló el avión en el que viajaban en mitad
de un bosque de Pensilvania.
Y otra vez los Cuatro Jinetes del
Apocalipsis, aquellos Jinetes que el viejo Madariaga veía cabalgar en el cielo
en la película homónima inspirada en la novela de Blasco Ibáñez, habían montado
en sus corceles y capitaneados por la Muerte corrían en galope desbocado por
todo el mundo.
En 2005 tuve el privilegio de charlar con
un hombre excepcional, que había sobrevivido a los horrores del campo de
Mathausen. Era un republicano español, al que la Guerra Civil Española le
convirtió en alguien sin familia ni esperanza. La tarde en que le conocí, había
sido entrevistado en la radio y yo le hacía compañía en el vestíbulo mientras esperábamos
que llegase el taxi que debía llevarle de regreso a su casa. En aquel tiempo su
salud acusaba los rigores de una vida dura, muy dura.
Le comenté que en el 89 había visitado
Mathausen y que a pesar de haber visto con mis ojos el escenario de aquel
teatro maldito, no podía imaginar lo que él y el resto de prisioneros habían
soportado. Hizo un gesto con la mano, intentando consolarme. Me miró con la
mirada que solo los que han visto el abismo de cerca y han logrado que no les
devore tienen. Y me dijo con una sonrisa triste que lo que más le preocupaba
era que se daba cuenta de que el clima político y social que vivíamos en
aquellos años era bastante parecido al que su generación vivió en la década de
los años 30 del siglo pasado.
Sus palabras no me horrorizaron puesto
que desde hace muchos años y a pesar de no haber vivido en su tiempo, tan solo
a través de los datos recogidos en los libros, yo tenía esa sensación, esa
certeza.
Cuando unos años después, no muchos, supe
por la prensa que había muerto, lo sentí y mucho. La esperanza del mundo se iba
un poquito más con él.
Fue en ese tiempo cuando las calles de
nuestro país se llenaron de gente que protestaba por lo que llamaba una guerra
ilegal. La guerra en la que nos hallábamos y seguimos inmersos.
Y es ahora cuando no comprendo como no
siguieron esas marchas y esas protestas o porque no se habían organizado veinte
años atrás cuando Sarajevo se desangraba, cuando Somalia se desangraba, cuando
Ruanda se desangraba, cuando Tailandia se desangraba sin olvidar Palestina,
Israel. ¿Acaso la larga lista de conflictos armados que asolan el mundo no está
compuesta por actos ilegales? Porque la ley contempla que quitarle la vida a alguien
es ilegal y condenable.
En otra ocasión mi ciudad fue el
escenario elegido para un encuentro por la paz de las culturas. Estaba previsto
que Su Santidad El Dalai Lama asistiese. Pero no fue posible. Porque cierto
gobierno que nos había prestado unas figuras de terracota dijo que si Su
Santidad venía, se llevaban las figuritas y en paz. Y los representantes de
esta ciudad claudicaron. Lo que tampoco resulta extraño puesto que una de las
firmas patrocinadoras del evento, se dedica a fabricar los componentes de
control de ciertos tipos de misiles.
Hoy también hemos conocido que el mayor
traficante de armas, un tipo que incluso inspiró una película, ha sido
condenado finalmente a 25 años de prisión. Eso es lo que valen las vidas de los
que gracias a él se perdieron en cada transacción, cada acuerdo, cada
conflicto, cada guerra. 25 años.
Y hoy este país tan devoto y espiritual
andaba enfrascado recordando el sacrificio que hizo Jesús el Nazareno, ahora ya
si que El Cristo, en la cruz. Los más devotos han olvidado que el Cristo se
inmoló según cuenta la tradición para redimir a la humanidad de sus pecados. Y
también olvidan que en un último momento de serenidad y fortaleza, antes de
expirar tras una larga y cruel agonía dijo “Señor perdónales porque no saben lo
que hacen”.
Desgraciadamente los que nos han llevado
a esta larga agonía a esta sangría lenta y dolorosa, los que nos han robado la
sonrisa la paz y la tranquilidad, los sueños y el futuro, si que saben lo que
hacen.
Así que como yo no soy tan grande ni
fuerte ni generosa ni especial como ese Jesús que el poeta que murió en el
exilio dijo que siempre tiene sangre en las manos y que siempre está en la
cruz, ni perdono, ni pienso olvidar.
Soy una gota insignificante en este océano
de dolor y desesperanza, no cuento para ellos, solo soy una cifra más a la que
maltratar, robar la esperanza, los sueños y la alegría. Pero quiero que sepan
que no les perdono, que no olvido. Y que mientras me quede un solo pensamiento
les señalaré como los responsables de este naufragio. Puede que el día más
inesperado llegue a vuestra costa como resto inútil del barco. Solo os pido que
me recojáis y me acompañéis hasta el final. En caso contrario os prometo que os
recogeré y acompañaré hasta el final si así lo queréis.
Ellos son poderosos pero nosotros somos
su fuerza. Que por un momento se detengan y recuerden que puede que llegue un
día en el que ya no les quedé nadie a quien explotar, maltratar o sangrar. ¿Qué
haréis entonces con todo lo que hayáis conseguido? Pensadlo. Puede que esta
reflexión os salve de vosotros mismos.
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