Me acabo de enterar de que el reloj vital
del gran actor Juan Luis Galiardo, se ha parado definitivamente hoy, cuando sus
manecillas marcaban 72 años.
Muchos le recordarán por el personaje que
interpretó y creó en la serie Turno de Oficio de El Chepa un abogado de oficio maravilloso
y de gran fondo pero reconvertido en cínico después de haber visto mucho y que
tomaba bajo sus alas poderosas a un joven colega, interpretado por un joven
Juan Echanove al que el primer día de guardia le pilla en medio de una
borrachera grandiosa que el personaje califica de “pedete lucido”.
Para muchos Juan Luis Galiardo siempre
será el galán por excelencia porque desde que debutó en 1961 lo fue en muchas
ocasiones.
Pero se alejó de este perfil cruzando el Atlántico
y creciendo profesional y personalmente como tantos otros hicieron en Méjico.
Luego tras cosechar éxitos, premios, reconocimiento y madurez profesional
regresó y diversificó su trabajo, pero a pesar de participar en cintas
interesantes y en series de televisión no abandonó el teatro.
El 27 de septiembre de 2000 presentó ante la
prensa el tramo final de una gira que le había llevado por toda España con la
obra Las últimas Lunas.
La obra es original del dramaturgo
italiano Furio Bordon y con ella otro grande Marcelo Mastroianni interpretó el
último papel de su vida.
Decía Galiardo en aquella presentación
que el texto, adaptado por otro grande Rafael Azcona, llegaba a Barcelona con
un aire distinto. El humor bajaba de intensidad y daba paso al patetismo. Por ello
prometía que el público barcelonés vería muchos guiños que no se apreciaban en
el resto de España.
Galiardo llegaba con un objetivo claro.
Venía a por todas. Quería que su futuro como actor fuese refrendado ya que el
texto no necesitaba análisis pero él si y pedía que se le diese nota.
El director José Luis García Sánchez por
su parte afirmaba que los actores no deben someterse nunca al dictamen del
público el texto que se quiere hacer porque corrían el riego de empobrecerlo.
A Galiardo que daba vida a un viejo
profesor de literatura antes de que su hijo le dejase en una residencia de
ancianos le acompañaban Jordi Soler (el hijo) y María Elías, que interpretaba a
la mujer del viejo profesor, ya muerta y con la que este creía mantener
conversaciones. Las últimas Lunas nos contaba también la vida del anciano en el
centro tras su ingreso.
Una amiga muy querida Marina Sánchez me
invitó a asistir a la última representación de aquella obra. Ambas éramos
admiradoras confesas de Juan Luis Galiardo, no solo por su físico imponente y su
atractivo innegable sino por su talento actoral.
En el transcurso de la representación
nuestras expectativas se vieron ampliamente satisfechas. El texto era brillante,
la adaptación excelente y el trío interpretativo magnífico.
Pero la sorpresa llegó cuando el telón
cayó por última vez. Cuando sonaron los aplausos la sala se vino abajo. Era el
homenaje merecido a un gran trabajo. Como es costumbre los actores reaparecieron
para saludar y agradecer al público su atención y su afecto.
Y Galiardo nos pidió silencio. Algo
inaudito. Y nos habló. Dijo que siempre se había dicho que el público de
Barcelona era exigente y que le constaba que tenía buen criterio. Habló de su
experiencia en aquel teatro y en nuestra ciudad, de la gira, de toda España. Y
nos aplaudió. El actor aplaudió a su publico y nosotros le respondimos más
enfervorizados que antes.
No se trataba del pago que todo actor
espera del público por mucho que el director de la obra hubiese dicho lo
contrario en la rueda de prensa.
No se trataba del gesto mecánico que en
ocasiones realizamos nos haya gustado o no la obra y obedece a la intención de
no herir los sentimientos de alguien tan vulnerable y maravilloso como es un actor.
Se trataba de una autentica comunión
entre el escenario y la platea, una onda expansiva de reconocimiento de
talentos y sensibilidades.
No recuerdo algo tan maravilloso desde
que en cierta ocasión la obra a la que asistía como parte del público finalizó
con una oleada de respeto por el director, el gran Adolfo Marsillach. Carlos
Hipólito (le recordaran por ser la voz narrativa de la serie Cuéntame) anunció
que aquella era la retirada definitiva de Marsillach del mundo de Talía y pidió
al maestro que saliera al escenario.
El público se entregó, se fundió con los
actores y el equipo para rendir homenaje al gran Marsillach.
Confieso que desde que Juan Luis Galiardo
pasó por Barcelona he vuelto al teatro en contadas ocasiones, especialmente
para disfrutar de espectáculos de danza o musicales o comedias.
Se que si asisto a espectáculos de este
genero teatral, humor, comedia o danza evito terrenos peligrosos.
No quiero que nadie se ofenda, no quiero
que nadie me diga que no se lo que se sufre al montar un espectáculo, al
intentar levantar al público de sus asientos, al marcar la diferencia dia tras
día. No quiero que nadie me diga lo que significa actuar, el sacrificio
personal y económico que representa. No por favor.
Lo que sucede que en mi infinita humildad
como espectadora me niego a escuchar voces que no afinan, textos que no
resultan naturales. Me niego a contemplar una sucesión de golpes y zapatazos,
de cierre y apertura de puertas de decorado. Me niego. Me siento fatal.
Durante años en mi familia existió una
tradición sagrada. Asistir al estreno que ofrecía puntualmente un gran actor
español, retirado actualmente debido a los problemas de salud que le ha
provocado un aparatoso accidente.
Es tan grande su talento, llenaba sin
decir nada un escenario. Hasta que en cierto momento se asoció a otro artista,
del que mis alumnos conocen sobradamente que si le nombran en clase me produce
una crispación infinita.
No diré el nombre. Porque en todo caso se
trata de una opinión personal e intransferible. No se trata de convertir estas
líneas en un pulpito desde el que arrojar azufre y llamas.
Recapitulando, durante dos obras
consecutivas el dúo me pareció aceptable. Especialmente porque el actor
veterano seguía en plena forma y el artista en cuestión le asistía en escena de
forma decente.
Pero cuando llegó la tercera propuesta
teatral, ahí si que no pude resistir el tema. Fui incapaz de aplaudir al acabar
la obra, así que no les cuento en los entreactos.
Salí del teatro renegando de forma poco
constructiva.
Después Juan Luis Galiardo me reconcilió
con el teatro pero por unas horas. Se lo agradezco.
Para mi el teatro es oficio duro y puro.
Es pasión, es vísceras y entrega. El
teatro es la vida ni más ni menos. No es un texto que no me cuente nada y que
además sea desgranado de forma afectada y poco natural de forma que lo único que
quieres es salir corriendo y rematar al personaje para que no sufra más.
Par mi teatro es Vicente Aleixandre,
Natalia Dicenta, Lola Herrera, José Bódalo, Alberto Closas padre, María Luisa
Ponte, Agustín González, Fernando Fernán Gómez, Jesús Puente, Emilio Gutiérrez
Caba, Irene Gutiérrez Caba, José María Rodero, Elvira Quintillá, Fernando
Guillen, Gemma Cuervo, Emma Penella, Lola Gaos, Juanjo Menendez, Manolo Gomez Bur, Jaime Blanch, Josep
María Flotats, Josep María Pou, Emma Vilarasau, Paco Moran, Pepe Rubianes…tantos nombres
excepcionales que se quedan atascados en el teclado y que me traen recuerdos
maravillosos de aquellos años en los que asistir a una representación era como
asistir a algo sagrado, a una liturgia que no es de este mundo mortal.
Dijo un gran actor de este país que quien
no hace teatro alguna vez o de vez en cuando en lo que se refiere a la
interpretación camina cojeando.
Y tenía muchísima razón.
Porque la clave está en la
interpretación. Nada más y nada menos. El autor o la autora, escriben sobre lo
que les preocupa o lo que conmueve. Y los actores y actrices interpretan para
el público los signos gráficos, que combinados se convierten en palabras y a su
vez en frases y que encierran emociones y sentimientos.
Pero por encima de todo el teatro es la
voz. Una voz que te conmueva y te eleve que te haga soñar, sufrir, amar,
olvidar que estás sentada en un asiento y que se convierta en la guía perfecta
para moverte entre los hilos que movidos magistralmente se conviertan en un
tapiz milagroso que te permita conocer que sucede en cada episodio de esa
batalla de Hastings tan particular.
Pero actualmente nadie cuida la voz ni el
oficio.
Algunas luminarias surgen de la pequeña
pantalla y creen que con eso es suficiente. Una de ellas hace no muchos años
confesó que había descubierto que debía trabajar un tiempo en el teatro para
mejorar profesionalmente.
En otra ocasión, tampoco hace tanto, leía
asombrada que el protagonista de cierta obra de Tennessee Williams no había
considerado necesario visionar la creación que había realizado el gran Marlon
Brando sobre el personaje que interpretaría en el escenario. Me temí lo peor. Y
no me equivoqué porque las críticas fueron demoledoras. El personaje en
cuestión es un animal apasionado, de voz atronadora y al parecer el joven que
nunca había visto a Brando en la cinta mencionada y que tampoco consideraba
necesario hacerlo, no proyectaba la voz más allá de la tercera fila.
Cada año cuando el curso empieza les
comento a mis alumnos que deben distinguir entre actores-actrices y el otro
grupo los artistas.
De nada me sirve que alguien a quien todavía
no se porque el público le aclama fervoroso, construya sus personajes con una
caracterización perfecta a través del maquillaje y el vestuario y sin embargo
su voz suene en cada ocasión igual que la anterior, nasal y chillona.
Tengo todavía muy presente la ductilidad
de que hace gala Gary Oldman en la versión de Francis Ford Coppola del Drácula
de Brahm Stoker. Y no me refiero solo al maquillaje o el vestuario. Me refiero
a la variedad de registros de voz con los que marca las transformaciones del
personaje.
Hace algunos meses se estrenó la cinta La
mujer de negro. Era el paso siguiente del protagonista de la saga de Harry Potter,
Daniel Radcliffe en su carrera profesional. Mi comentario únicamente fue que si
resultaba la mitad de interesante que la creación del gran Emilio Gutiérrez
Caba y de Jorge de Juan, Radcliffe habría logrado su objetivo.
Varios años atrás se estrenó en Barcelona
una obra aclamada por el público y la crítica, que posteriormente fue adaptada
al cine. Durante meses escuché elogios encendidos del texto y el trabajo
actoral.
Fue en ese tiempo cuando un compañero
alumbró la idea de adaptar el texto en forma de radioteatro. El proyecto nunca
se materializó. Recuerdo que me pidieron que diese vida al personaje femenino
principal. Y recuerdo también para mi vergüenza que pasé la mayor parte de los
ensayos enredando a los compañeros, y lanzado bolitas de papel. No me había
aburrido tanto en años.
Así que de alguna forma aunque nunca haya
visto la representación, empecé a respetar un poco más el trabajo de aquellos
que la protagonizaban. Si eran capaces de que el público entendiese una sola línea
del texto y además al salir se mostrase satisfecho y entregado, entonces se
trataba de un grupo de profesionales mayúsculos. Porque defender semejante
tueste requería tablas y oficio. Y mucho.
Siempre intento, aunque en los últimos
años no he logrado mis objetivos, que mis alumnos interpreten pasajes de Cirano
de Bergerac, Hamlet o puestos a complicar las cosas La Venganza de Don Mendo.
Esta última obra es una composición en
verso, que resulta instructiva y divertida al mismo tiempo.
La Venganza de Don Mendo ha sido elevada
a la categoría de clásico imprescindible gracias a Fernando Fernán Gomez y
Manolo Gomez Bur. Es una buena muestra de lo que significa el trabajo de voz.
Porque todos creemos que interpretar poesía
es sencillo. Y no lo es. Busquen el documento en el que Pablo Neruda destroza
sus maravillosos sonetos. Y lo digo con total respeto. El maestro era un gran
poeta, grande e insustituible. Pero como rapsoda desde luego no fue dotado por
la madre naturaleza de un talento excepcional.
Espero no haber ofendido, ni haber
despertado la ira en nadie.
Simplemente se trata de la opinión
humilde de una espectadora que creció con aquellas grandiosas propuestas
teatrales en formato televisivo llamadas Estudio 1. Eso fue antes de que los
culebrones imposibles llegaran a estas latitudes, antes de que los jóvenes talentos
pensaran que por dar vida a una heroína descafeinada o un héroe atormentado en
la pequeña pantalla era suficiente.
No es cierto. El teatro es mucho más que
todo eso. El teatro es la vida vista desde una perspectiva analítica y cercana.
El teatro es el espejo roto de la existencia de los mortales, reconstruido a
pedacitos.
El teatro es la pasión de los mortales
alentada por los dioses.
El teatro es el corazón y la voz.
Imaginaos por un instante el milagro del
teatro griego y romano. No existían micrófonos, ni altavoces que llevasen el
sonido de las escenas al último punto del teatro.
Pero si existía una técnica magistral de
construcción que dotaba al escenario de sonoridad y una técnica actoral, que
permitía al público que siguiese atento cada evolución de los personajes. En la
época del maestro Shakespeare tampoco existía técnica alguna que permitiese
escuchar a Romeo enamorar a Julieta a distancia y sin embargo el público
vibraba con las aventuras de los personajes.
Ah y quien crea que no tengo experiencia
en este ámbito se equivoca. Intenté acceder a los cursos de una institución tan prestigiosa como L'Institut del Teatre de Barcelona. Pero el tribunal consideró que mi pronunciación de la lengua de Ramón Llull no estaba a la altura de las circunstancias y eso que entre los miembros del tribunal se encontraba una profesora que había impartido un curso de voz aquel verano y que me había animado a presentarme al examen de ingreso de la institución.
Tal vez tenían razón porque los barceloneses hablamos fatal esta lengua tan nuestra y especial. Mi respuesta fue contundente: yo esperaba acceder a los cursos de interpretación, pero si además debía aprender dicción y pronunciación no tenía inconveniente pero no me parecía justo que se me rechazará de plano por algo que en realidad tenía solución.
Al abandonar la sala en la que los candidatos a formar parte de tan prestigiosa institución sabía de antemano que no sería admitida. Y así fue. Como tampoco fue admitido un joven que llegaba avalado por la mismisima Marta Graham, que recomendaba que se le arropara y apoyara puesto que su talento era excepcional. Como él tampoco tenía rancio abolengo, se quedó compuesto y sin plaza de estudiante.
Aquel hecho no obstante fue providencial. Me disponía a abandonar el edificio cuando encontré en un pasillo a la gran Mercè Lleixà, una actriz que nos dejó hace un tiempo, en plena juventud y madurez interpretativa. Estaba acompañada de Helena Munné, hermana de otro grande Jordi Munné a ambas las conocía a través de una amiga común.
Al verme llorosa y desencajada me interrogaron sobre el origen de mis penas, y sin dudarlo me aconsejaron que provase suerte en una institución menos conocida, en aquel momento, pero en la que sin duda me enseñarían los rudimentos del oficio. L'Escola del Teatre.
Y tenían razón. Durante todo un verano descubrí la magia del teatro gracias a la severidad, la austeridad y el talento de un gran director. Boris Rotenstein. Que gran maestro, que gran ser humano. Gracias Boris, gracias infinitas.
L'Escola del Teatre entoncés estaba instalada en un local cutre, pequeño y escondido en una callejuela del casco antiguo de Barcelona. Ahora afortunadamente no solo ha abierto sus alas y se ha trasladado a otro lugar mitico, la montaña de Montjuich sino que sus instalaciones han crecido.
Cada año tienen el detalle de enviarme información sobre el programa de estudios del siguiente curso y cada año espero que el milagro se obre y volver a ser alumna suya. Pero por el momento no es posible.
Con los años la vida me llevó a convertirme en actriz de voz para la radio y más tarde me aventuré a explorar otros campos.
Pero inicié una carrerita que no llegó más allá del primer salto por cuestiones personales.
Tal vez no fue brillante, ni apareció en los carteles más selectos pero les aseguro que algo se de tener al publico ante ti, de sentir dolor de estomago y de memorizar un texto que tu misma has escrito y decirlo, compartirlo, actuarlo. Pero no he venido a hablar de mí sino de un grande que se ha ido esta noche y que deja atrás un sabor maravilloso entre aquellos que pudimos asistir al milagro de su arte. Juan Luis Galiardo. Grande, inmenso, insustituible.
Tal vez tenían razón porque los barceloneses hablamos fatal esta lengua tan nuestra y especial. Mi respuesta fue contundente: yo esperaba acceder a los cursos de interpretación, pero si además debía aprender dicción y pronunciación no tenía inconveniente pero no me parecía justo que se me rechazará de plano por algo que en realidad tenía solución.
Al abandonar la sala en la que los candidatos a formar parte de tan prestigiosa institución sabía de antemano que no sería admitida. Y así fue. Como tampoco fue admitido un joven que llegaba avalado por la mismisima Marta Graham, que recomendaba que se le arropara y apoyara puesto que su talento era excepcional. Como él tampoco tenía rancio abolengo, se quedó compuesto y sin plaza de estudiante.
Aquel hecho no obstante fue providencial. Me disponía a abandonar el edificio cuando encontré en un pasillo a la gran Mercè Lleixà, una actriz que nos dejó hace un tiempo, en plena juventud y madurez interpretativa. Estaba acompañada de Helena Munné, hermana de otro grande Jordi Munné a ambas las conocía a través de una amiga común.
Al verme llorosa y desencajada me interrogaron sobre el origen de mis penas, y sin dudarlo me aconsejaron que provase suerte en una institución menos conocida, en aquel momento, pero en la que sin duda me enseñarían los rudimentos del oficio. L'Escola del Teatre.
Y tenían razón. Durante todo un verano descubrí la magia del teatro gracias a la severidad, la austeridad y el talento de un gran director. Boris Rotenstein. Que gran maestro, que gran ser humano. Gracias Boris, gracias infinitas.
L'Escola del Teatre entoncés estaba instalada en un local cutre, pequeño y escondido en una callejuela del casco antiguo de Barcelona. Ahora afortunadamente no solo ha abierto sus alas y se ha trasladado a otro lugar mitico, la montaña de Montjuich sino que sus instalaciones han crecido.
Cada año tienen el detalle de enviarme información sobre el programa de estudios del siguiente curso y cada año espero que el milagro se obre y volver a ser alumna suya. Pero por el momento no es posible.
Con los años la vida me llevó a convertirme en actriz de voz para la radio y más tarde me aventuré a explorar otros campos.
Pero inicié una carrerita que no llegó más allá del primer salto por cuestiones personales.
Tal vez no fue brillante, ni apareció en los carteles más selectos pero les aseguro que algo se de tener al publico ante ti, de sentir dolor de estomago y de memorizar un texto que tu misma has escrito y decirlo, compartirlo, actuarlo. Pero no he venido a hablar de mí sino de un grande que se ha ido esta noche y que deja atrás un sabor maravilloso entre aquellos que pudimos asistir al milagro de su arte. Juan Luis Galiardo. Grande, inmenso, insustituible.
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