Cuentan que cada acto, cada pequeño acto que
llevamos a cabo por insignificante que parezca puede tener consecuencias en el
lado opuesto del mundo, en alguna parte del universo.
Os confieso que en los últimos años esta idea
me preocupa. Espero, confío, deseo que mis actos pasados y presentes, no hayan
causado pena o aflicción a nadie del otro lado del universo.
Aunque ahora no sea el momento para echar la
vista atrás, sin ira, porque lo hecho, hecho está, albergo la esperanza de que
mis actos futuros no causen daño alguno al universo.
En estos días anda revuelto nuestro mundo
cotidiano, porque la crisis nos ha obligado a enfrentar fantasmas antiguos.
Hemos perdido el norte, el sur, el este y el
oeste. Nos han quitado el suelo sobre el que caminábamos, corríamos, bailábamos
y nos recostábamos para soñar y amar.
Una serie incontable de actos, pequeños,
medianos y más importantes llevados a cabo por un conjunto incontable de seres
humanos ambiciosos y con amor desmedido por la riqueza y el poder hace más de
20 años que empezaron a afectar la dinámica del universo.
Y aquí nos encontramos todos. Unos sin asumir
su responsabilidad acerca de lo ocurrido y otros con el agua al cuello y la
certeza de que el día de mañana será peor que hoy.
Me gustaría, si tenéis tiempo, contaros una
historia, real, muy real que recordaré hasta el día en que mi corazón escriba
el punto final de mi vida. Una historia nada original, como la de miles de
personas.
MARINA
Cuando recordaba aquel tiempo siempre decía
que su hermana Laura era mucho más guapa pero que ella tenía la figura más
rellenita y que eso era lo que le gustaba a los chicos.
Sus padres Maximino y Elvira eran de Zaragoza
y decidieron vivir en Barcelona para empezar una nueva vida.
Él trabajador, honrado a carta cabal y con
convicciones políticas firmes: era republicano. Ella una magnífica cocinera,
más que magnífica, excelente, sublime.
Primero nació ella y un par de años más tarde
su hermana Laura. Estuvieron muy unidas, hasta el final de sus días.
Asistieron a la escuela pública, aprendieron
lo que las niñas de su tiempo aprendían para ser unas buenas amas de casa y
unas buenas esposas y madres.
Cuando entraron en la adolescencia sus padres
no se comportaron era de esperar.
Les permitían “ir al baile” para que alternasen
con chicos y chicas de su edad y las acompañaban para asegurarse de que se cumplían
las normas de decoro.
A los 16 años se convirtió en una joven tal
vez no muy bonita, “mi nariz era demasiado grande” decía de ojos cálidos, dulce
y jovial. Pero lo que la hacía destacar entre un millón de personas era su
forma de caminar, elegante, serena.
Una tarde en “el baile” un caballero un poco
más mayor, se acercó a la mesa en la que ella, su hermana y sus padres estaban
sentados y pidió “permiso para invitarla a bailar”. La respuesta fue
afirmativa. Y casi sin darse cuenta, bajo la atenta mirada de sus padres, bailó
con el desconocido tres piezas.
Pasó la semana ocupada en sus cosas, pero con
la mente viajando a cada segundo al sábado por la tarde, al baile, reviviendo
la agradable sensación de bailar con alguien diferente a los chicos de su edad.
El fin de semana llegó de nuevo y por una vez
esperaba impaciente la hora de volver “al baile”.
Pagaron la entrada, ocuparon la mesa de
siempre y de nuevo apareció el “caballero del Sábado” (como le llamaba Laura
cada vez que la encontraba distraída en casa).
Volvió a pedir permiso para bailar con ella y
de nuevo el tiempo se detuvo mientras bailaba entre sus brazos.
A la tercera semana “el caballero del Sábado”
pidió a Maximino que le acompañase a una zona más tranquila del local, porque deseaba
hablar con él de algo importante, por lo menos para él.
Ella, Laura y su madre se quedaron sentadas
en la mesa de siempre. Algunos jóvenes se acercaron para pedir a Laura que
bailase con ellos, pero Elvira les rechazaba con amabilidad.
En otra mesa, Maximino y el caballero
charlaban muy serios y concentrados.
El caballero se presentó como Josep María,
soltero de 28 años, trabajador por cuenta ajena como contable y administrativo
en la compañía de gas y electricidad de la ciudad. Su posición económica era desahogada.
Era hijo único. Sus padres afortunadamente estaban vivos. Su familia conocida
en la ciudad, ciertamente conocida. Tal vez le resultase extraño lo que quería
plantearle. Le comprendía. Para él también resultaba extraño.
Lo que trataba de decir era que sentía algo
muy especial por ella y que deseaba pedirle permiso para cortejarla.
Maximino se lo tomó con calma. Había
aprendido que determinados aspectos de la vida no funcionan en base a la lógica
ni según reglas establecidas. Algunas cosas pasaban y eso era todo. No valía la
pena perder el tiempo buscando respuestas..
Maximino aceptó la propuesta. Podía cortejar
a Marina (ese era su nombre) pero no hablarían de boda hasta pasados dos
años. Marina había cumplido 16 años. Su cuerpo y su mente aún no estaban
preparados, para lo que enfrentaría como adulta. Primero sería un
cortejo, y si pasados unos meses continuaba interesado en ella, entonces ya
hablarían de noviazgo.
A Josep María le pareció todo muy adecuado y
sensato y aceptó las condiciones. También estuvo de acuerdo en que fuese
Maximino quien explicase la conversación a Marina. Se estrecharon la mano y
volvieron a la mesa en que les esperaban. Antes de despedirse Maximino le
facilitó la dirección en la que vivía con su mujer y sus hijas.
Aquella noche Laura tuvo que acostarse más
temprano que ningún día. Sus padres y su hermana se quedaron charlando en la
salita de estar.
Cuando Marina entró en la habitación que
compartía con su hermana, ésta la esperaba despierta, quería saber que estaba
pasando.
Marina se lo contó, palabra por palabra. A
Laura le parecía maravilloso. Era como una historia sacada de las novelitas
románticas que leía a escondidas cuando subía a tender la ropa en la azotea del
edificio.
A medida que contaba a Laura lo que le habían
dicho sus padres, la historia empezaba a parecerle real. Ahora ya sabía cómo se
llamaba el “caballero de los Sábados”, a que se dedicaba, que edad tenía. Le
gustaba el nombre, Josep María, José María…sí le gustaba mucho.
A las cinco de la tarde su padre bajó a abrir
la puerta principal. Vivian en una casa antigua, con un picaporte para llamar
desde la calle pero el código de piques y repiques era tan complicado que
Maximino no quiso que Josep María se hiciese un lio.
La sorpresa que se llevó al abrir la puerta y
encontrar un coche último modelo aparcado delante de la casa, incluido chofer
uniformado y a Josep María sentado en su interior esperándole, fue
indescriptible.
El resto de la tarde, a pesar de la escalera
estrecha, con desconchones en las paredes y olor a coles, a pesar de los
muebles viejos pero limpios y del cuadro de flores chillonas, fue muy agradable
y extraña.
Seis meses después de bailes, excursiones a
la playa, paseos por el parque y conversaciones lentas y agradables, el cortejo
pasó a ser noviazgo formal. Y casi sin darse cuenta, llegó el día en que Marina
cumplió 18 años. Un mes más tarde,
Josep María y Marina se casaron. Todo estaba planeado al detalle. Todo. Vestido
de novia, flores, coche para recoger a la novia, invitados en la Iglesia…pasaron
tres días de luna de miel en la costa y cuando regresaron a la ciudad se
instalaron en el piso que la familia de Josep María les había regalado.
Siempre dijo que fue la época más hermosa de
su vida. Eran felices. Mucho. Josep María era un hombre de gran cultura, de
mundo, había viajado. Por la noche después de la cena, le contaba sus
experiencias, le describía ciudades, calles, aromas, colores…y hacían planes de
futuro. Donde viajarían, lo que verían, los hijos que tendrían y como
envejecerían juntos.
Cuando él se marchaba a trabajar a la
compañía, ella pasaba la mañana ocupada con las tareas domésticas. Le encantaba
su cocina último modelo de gas.
A mediodía Josep María llegaba puntual para
comer y tomar el café de sobremesa en la terraza desde la que disfrutaban de
una maravillosa vista de la ciudad.
Pasaron las semanas, los meses, llegó su
primer aniversario de boda.
Las noticias no eran buenas. En enero se
celebraron elecciones y ganó la izquierda. La tensión se notaba en el ambiente.
Pero ella seguía inmersa en su pequeña nube. Era tan feliz que le parecía que
despertaría del sueño el día menos pensado.
El día que cumplió 20 años su regalo fue un
maravilloso viaje a Paris para mediados de julio.
Paris nunca llegó. El 18 de julio día de Santa Marina,
había invitado a casa a toda la familia para celebrar su santo. Pero la comida
familiar tampoco se celebró.
Desde primera hora de la mañana, la ciudad
era un caos. Habían llegado noticias de que los militares se habían levantado
en armas contra la República y que en Barcelona no había triunfado el golpe.
Durante las primeras semanas la ciudad
experimentó cambios. La Compañía de gas y electricidad al igual que otras
empresas fue colectivizada, puesto que el carbón que recibía era muy necesario.
Josep María y ella, continuaron viviendo en
el piso desde el que se contemplaba la ciudad y desde allí fueron testigos de
acciones de guerra.
Un día Josep María fue movilizado y enviado
al frente del Ebro. Marina se negaba a abandonar su casa y como sus padres y su
hermana perdieron la suya tras un bombardeo, se instalaron con ella. Una mañana
bajaron al centro para buscar comida. Pasaron todo el día caminando y a media
tarde las alarmas antiaéreas sonaron de nuevo. Lograron entrar en un refugio en
el que permanecieron durante una hora. Pasaron la noche con los tíos de Marina
y al día siguiente temprano intentaron llegar al piso de ella. No lo lograron.
La zona quedó destruida. El cuento de hadas había acabado.
Ya no llegaban cartas de Josep María y las
noticias del frente eran terribles. Lo único que Marina tenía era cinco fotografías
de su boda. Siempre que salía de su casa las llevaba en el bolso. Para ella
nada más tenía valor. Ni los muebles, ni su cocina última modelo. Únicamente cinco
fotografías del momento más feliz de su vida.
Cuando acabó la guerra y el ejército ganador
entró en la ciudad, lo que más preocupaba a Marina era tener noticias de Josep
María. Saber que había pasado, como estaba…no le importaba si estaba herido o
mutilado. Se conformaba con que estuviese vivo.
Su suegro la acompañaba día tras días a los
diferentes puntos de información. Pero ellos no eran los únicos que intentaban encontrar
a sus seres más amados. Eran cientos, miles de personas las que buscaban
respuestas y no las obtenían.
Un día un viejo conocido
que había prosperado en el bando ganador les reconoció y les atendió
personalmente.
Una semana más tarde supieron que Josep María
estaba vivo. Herido pero vivo. Tardaría un tiempo en regresar a casa puesto que
estaba prisioneroen un campo de detención.
Seis meses más tarde una mañana temprano
alguien llamó a la puerta de su nueva casa. Un piso viejo y destartalado
en el casco antiguo. Cuando Marina abrió estuvo a punto de echar al
desconocido que esperaba en el descansillo. Pero de pronto le reconoció. Era
Josep María. Herido, derrotado, destrozado, envejecido…pero vivo.
Tardó lo que parecía una eternidad en
recuperarse aunque no lo consiguió del todo. Tenía metralla en el cuerpo,
pedazos de metralla que se movían lentamente hacía su corazón.
Recuperó su puesto de trabajo en la compañía
de gas y electricidad y a pesar de su estado se obsesionó con una idea. Tener un
hijo. No quería morir sin ser padre. Y lo fue. Un varón al que estuvo muy unido
hasta que murió, cuando el pequeño tenía 7 años.
Desde ese momento Marina vivió para trabajar
y cuidar de su hijo. Nunca más creyó en los cuentos de hadas y vistió de negro.
Cuidó de sus padres hasta que murieron…y no dejó de repetir que tal vez todo lo
que les había pasado a los suyos había sido por su culpa. Por un pecado de
vanidad. Había presumido tanto de piso nuevo, cocina último modelo y felicidad
absoluta, que estaba convencida de en parte era responsable de que su pequeño
universo hubiese desaparecido hecho pedazos.
Os aseguro que si alguien ha acumulado
sufrimiento y tristeza, lágrimas y trabajo duro fue ella.
Años más tarde enterró a su hijo, que murió a
causa de un infarto.
Luchó por los suyos hasta el último aliento.
Vivía eternamente preocupada por todos.
Los últimos años de su vida me gustaba
visitarla y tomar café con ella. E inevitablemente me enseñaba sus tesoros. Las
fotos de su boda y las fotografías de Josep María con el niño en los brazos. E
inevitablemente me contaba la historia de los momentos más felices de su vida.
No me importaba escucharla una y otra vez porque sabía que por unos instantes
había viajado en el tiempo a un lugar más amable. Sus ojos brillaban de nuevo y
sonreía, algo que no sucedía muy a menudo.
Ahora que los tiempos andan revueltos y que lucháis
de nuevo por el poder, únicamente por el poder y la riqueza, no olvidéis que
cuando una mariposa mueve las alas suavemente en la selva amazónica un edifico
puede desplomarse al otro lado del mundo.
Pensad en la cantidad de vidas que ya habéis
arruinado. Pensad en las que nacerán arruinadas y condenadas.
Y pensad que tarde o temprano los fantasmas
os pueden visitar. En el caso de que tengáis conciencia y corazón claro está.
Se llamaba Marina y vivió la misma pesadilla
que millones de mujeres en la Península durante la guerra.
Se llamaba Josep María y vivió y murió como
miles de hombres de la Península.
No es una historia original, puesto que es la misma historia de miles de personas.
Pero yo no podré olvidarla nunca.
Tan real y doloroso todo... y tan olvidado.
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