Desde que se me ocurrió empezar este blog
algunos de mis amigos y contactos me han preguntado por el origen de mi apodo.
La Pequeña Balboa. Les suena extraño que a yo que siento horror ante la
violencia me identifique con este personaje de ficción.
No fue idea mía aunque la haya adoptado
con total convicción. Fue idea de una gran amiga, Sara. Hace algunos años me vi
obligada a defender mis convicciones con la fuerza de la palabra, a resistir el
embate de una tormenta desencadenada por alguien que presumía de conocerme sin
ser cierto. Esta persona intentó desacreditarme profesionalmente por el simple
motivo de demostrar quien mandaba.
Acostumbro a respetar la jerarquía del grupo
y no suelo tener problemas con la autoridad. Ni siquiera de niña. De adulta he
comprobado que el grupo está formado por pequeñas piezas que dependen unas de
otras y que si alguien decide salirse de la línea sin motivo, la maquinaría se
detiene e incluso queda dañada de forma irreparable. Así que por el bien del
grupo, en ocasiones he acatado normas que aunque a todas luces resultaban un
disparate mayúsculo parecían beneficiosas para el conjunto y no para un
elemento individual.
Pero en aquella ocasión quien pretendía
ejercer su autoridad contra mi humilde persona había sobrepasado los límites
que cualquiera puede resistir sin quebrarse. Así que sin levantar la voz, sin
interrumpir el discurso de mi oponente, intentando mantener la calma en todo
momento, defendí uno por uno los puntos de mi actuación y di el asunto por
zanjado. Afirmé mi pertenencia al grupo y dejé claro que mi problema no era con
la autoridad en general, sino con aquella autoridad en particular. Mi oponente sé
que no quedó conforme con el resultado de su campaña, pero a cada acción le
corresponde una reacción, a cada causa un efecto y yo no estaba dispuesta a
rendirme sin ser escuchada.
Conocedora de mi problema mi gran amiga
Sara, escuchó el capítulo final de la historia y me mostró su apoyo como
siempre ha hecho.
Unos días después, me obsequió con una
chapa de Rocky Balboa y en honor a mi pequeña victoria me rebautizó como La
Pequeña Balboa.
Hace unos días dediqué unas líneas a
reflexionar sobre la diferencia entre curriculum y biografía y para argumentar
mi discurso hablé de actores y actrices, de gente que al parecer creemos
conocer muy bien basándonos en lo que publican los medios. Pero cuando
dedicamos un tiempo a leer entre líneas descubrimos datos que no suelen
aparecer en titulares simplemente porque dan una visión más humana y cercana de
la persona pero que no venden ni resultan interesantes para la mayoría.
Y recordé cuando ya lo había publicado
que había olvidado a uno de las personas que es más conocido por sus personajes
que por su realidad.
Aunque a muchos les cuesta llamarle así,
es un actor. Lo es. Tal vez no en el sentido que muchos consideran ser actor.
Pero lo es. Lo demostró ampliamente en la cinta Cop Land, junto a Robert De
Niro, Harvey Keytel o Ray Liotta entre otros.
Su
cara presenta un rictus un tanto particular, que los llamados cómicos de mi
país les resulta muy divertido ridiculizar. Simplemente se trata de un problema
facial provocado por un parto difícil que requirió el uso de fórceps y que le
dejó una parálisis muscular. Aunque los médicos no apostaban por la criatura,
su madre, una mujer de gran carácter no se rindió y consiguió que hablase y
tuviese una vida normal.
Se casó joven, fue padre de un hijo
autista y trabajó en todo lo que pudo para mantener a su familia. Incluso
parece que protagonizó una película del llamado cine para adultos. Y en esas
andaba cuando inspirado por un combate de boxeo del que se habló muchísimo en
su país empezó a escribir un guion. Porque también es guionista. Y les aseguro que
aunque no podamos considerarlo el próximo Shakespeare, es un buen guionista. El
siguiente paso fue lograr que alguien creyese en su proyecto y encontrar el
dinero para producirlo. Y lo encontró y la película se hizo realidad.
Y ese año ganó un Oscar por su guion. Un
Oscar que recordemos otorga el resto de los profesionales que han ganado un galardón
parecido. Así que no creo que técnicamente fuese tan malo el libreto cuando por
unanimidad alcanzó ese honor.
Cuando se estrenó en España la película
fue vista principalmente por espectadores varones. Lógico. Una mujer interesándose
por el boxeo al menos para las de mi generación no era algo pensable. Y además
se trataba de una producción de aquel que se llamaba actor y que en realidad
era un tipo mediocre.
Con el tiempo llegaron cuatro cintas más
y hace unos años la sexta que ponía el punto final a aquel antihéroe, rey de
los perdedores, que acuñó una frase magnífica, “nada acaba hasta que no decides
que ha acabado” (más o menos vendría a ser así, pero soy un desastre con las
citas y ya ni les cuento con los refranes).
Hace casi ocho años, un alumno de mi
grupo de radioteatro, eligió adaptar al medio radiofónico la cuarta entrega de
esta saga cinematográfica. Y fue entonces cuando me vi obligada a verla por
primera vez. Otro de mis alumnos tuvo a bien prestarme su colección de cintas
de video con las cinco películas. Y las vi y las disfruté.
Me sentí estafada por los prejuicios.
Sinceramente. Para mi las mejores entregas son las cuatro primeras. La quinta y
la sexta están bien pero no me resultan tan interesantes.
No se trata solo de boxeo, ni de un
ambiente enrarecido, ni de un espectáculo de violencia, ni nada de todo eso.
Rocky es el patrono de los perdedores a los que con solo un vistazo ya les han
descartado para viajar en primera clase en el tren de la vida. Es un tipo de
aspecto amenazador que encierra una ternura inmensa. Es un caballero a su modo.
Y encuentra en su compañera interpretada por la magnífica Talia Shire el
equilibrio necesario para no sentirse como un madero a la deriva en el mar.
Ella es la razón por la que el mundo de pronto vale la pena, el sol sale y la
noche ya no es un momento largo y oscuro sino un tiempo de ternura e intimidad.
Rocky te muestra que con esfuerzo lo
puedes lograr todo o por lo menos puedes intentarlo y que si no lo consigues no importa siempre y
cuando te hayas entregado a fondo.
Rocky te permite ver el boxeo como algo
más que dos tipos pegándose mamporros porque si. Te permite ver el esfuerzo, la
entrega, la disciplina y las condiciones extremas en las que los que se dedican
a esto deben desarrollar antes de cada combate.
Al tiempo que el creador de Rocky
mostraba la evolución del personaje en las sucesivas entregas, alternó su
trabajo con una nueva criatura, John Rambo. De las entregas de Rambo tan solo
me quedo con la primera. El resto no me llama la atención.
En primer lugar John Rambo no es el fruto
de la mente del guionista sino que aparece en una novela que habla de los
horrores de la guerra. Y habla especialmente de los veteranos de guerra y la
incapacidad de la sociedad civil para permitirles encajar entre ellos cuando
regresan a casa. No obstante el personaje de John Rambo no ha merecido el mismo
cartel o la misma acogida que los personajes de cintas como Apocalipsis Now, Platoon, La Colina de la
Hamburguesa y tantas otras que
hablan de Vietnam, del primer conflicto que los EEUU perdieron.
Son cintas que enfrentaron a un país a
toda una generación con la incapacidad del ser humano para vivir en paz. La ONU
nació con el propósito de evitar conflictos armados como las dos grandes
guerras mundiales. Y al mismo tiempo que se sentaban las bases de este
pretendido espacio de dialogo, el mundo veía como Asía era de nuevo el
escenario de las peores pesadillas humanas y empezaba la guerra de Corea.
Pero John Rambo no es tan refinado o
agradecido como el protagonista de Nacido
el 4 de Julio, que recoge las experiencias reales de un joven que regresa
de la guerra de Vietnam en una silla de ruedas o del simpático Forrest Gump que se pasea por la selva asiática con una
aparente naturalidad que le lleva a salvarse de cada acción armada con una
soltura envidiable ni tan siquiera del cínico miembro de la división que
investiga crímenes en el ejercito encarnado por John Travolta en La Hija del General.
Por desgracia un cómico de este país
popularizó una frase que pertenecía a uno de los diálogos más duros de la
primera cinta de Rambo. Ese cómico creó para la posteridad la muletilla “Coronel
no siento las piernas”.
En realidad John Rambo le cuenta al
general que le entrenó para matar “que él no pidió ir a la guerra, que le
reclutaron, que en el frente manejaba armas, aviones y material valorado en
millones de dólares y que cuando había regresado a casa, no solo le habían recibido
como a un asesino sino que nadie le daba trabajo ni siquiera como lavaplatos,
que no sabía que había sido de sus compañeros de armas, que se despertaba
aterrorizado recordando como uno de sus compañeros cuando fue herido de muerte,
mientras él intentaba recoger sus intestinos le decía que no sentía las piernas”.
Posteriormente casi todas las series y
producciones norteamericanas siempre incluyen algún personaje que sirvió en
Vietnam o en alguno de los conflictos armados posteriores. Y aunque el público
recuerda que no fue un momento para sentirse orgulloso, como mínimo es capaz de
reconocer que la culpa fue de los que organizaron aquel negocio macabro.
Incluso España, cosa curiosa y no
comentada envió una delegación militar compuesta por mandos médicos y
sanitarios a Vietnam. Si. La guerra del Golfo o Afganistán, los Balcanes, el Líbano
o Haití no han sido los primeros lugares a los que España ha enviado tropas en
mayor o menor número.
Fue en el año 1956. En el Sahara Occidental. España estaba en guerra con los
habitantes de aquella colonia. Lo se no porque haya aparecido publicado en los
libros en letra grande, sino porque mi padre fue uno de los miles de soldados,
que se vieron en pleno desierto luchando en una guerra de la que nadie hablaba
pero que existió. Y aunque como todos los de su generación siempre ha creído
que el servicio militar era útil, y aunque sabe que no se obró de forma
correcta, no puede olvidar ni un solo día de los que pasó en aquella tierra.
Acabó en aquel desierto, porque un mando
no quiso que su protegido fuese al frente y apuntó a última hora el nombre de
mi padre en la lista de efectivos a enviar. Desembarcaron como los aliados en Normandía,
pero con la diferencia de que los soldados españoles eran jóvenes sin demasiada
preparación puesto que para muchos de ellos era la primera vez que veían el mar
y ni siquiera sabían nadar. Mi padre pertenecía a intendencia, hacía pan. Pero
tuvo que aprender a disparar porque ni siquiera los que hacían pan se libraban
de la guerra. Su compañía estuvo perdida en el desierto varias semanas. Pasaron
por momentos de los que ni siquiera ahora habla. Se bebieron el agua de los depósitos
de los vehículos de transporte para no morir deshidratados. Y cuando fueron
rescatados y devueltos a la península, los familiares que les esperaban en la
estación pasaban de largo ante ellos porque no reconocían los rasgos tan
queridos en aquellas caras quemadas por el sol y el desierto.
Ahora es un hombre cansado, enfermo. Pero
no pasa un solo día que su mente no le lleve de nuevo al desierto a la guerra a
todo lo que vio a lo poco que cuenta de forma repetitiva y a lo mucho que
calla.
Años después mientras el General agonizaba
el rey de cierto país que ahora está asociado a la Unión Europea, organizó una
marcha de civiles, ancianos, mujeres y niños para salvar a los saharauis del
yugo español. Y España se retiró sin un solo disparo. Y abandonó ciudades,
cines, restaurantes y casas. Y sus habitantes originales, el pueblo saharaui ahora
viven en tierra de nadie, en el desierto, en tiendas de campaña pidiendo a
gritos que alguien les escuche y les
permita avanzar en el tiempo. Pero nadie les oye. Nadie quiere escucharles.
Siguen enseñando en las escuelas en castellano, conservan documentos de
identidad españoles y de vez en cuando se cuelan en los titulares de prensa
porque algún grupo de cooperantes les visita e intenta ayudar.
Si alguien continua dudando de los
horrores de la guerra que no se limite a revisar reportajes y documentales
recientes de los conflictos actuales. Puede echar un vistazo a la magistral Senderos de Gloria o a Johnny Cogió su Fusil.
Cuando la Primera Guerra Mundial acabó,
la violencia había cambiado. El campo de batalla no era algo lejano y
abstracto. La guerra había llegado a la puerta de casa, al jardín trasero, al
café y a la plaza del ayuntamiento. No hemos aprendido nada. Tanto es así que
incluso nos fascinan los documentales para una culta minoría en los que vemos
como las manadas de lobos cazan a las piezas más débiles, como las leonas, los
licaones, los dingos o las hienas cazan sin piedad. Al menos ellos obedecen a
la ley natural de la supervivencia.
Yo debo confesar que no lo soporto. Por
muy educativo que resulte. Como no soporto a aquellos que sin argumento solo
por el gusto de demostrar que son más listos que nadie, destrozan el trabajo de
otros.
En agosto de 2010 el padre de Rocky y
Rambo, el actor, guionista y director Silvester Stallone estrenó Los Mercenarios, una película hecha a
medida de viejas glorias del cine de acción de los 80. Bruce Willis, Eric
Roberts, Dolph Lundgren, Jason Stathman, Jet Li, Mickey Rourke y el propio
Stallone, protagonizaban una cinta exclusivamente para su lucimiento personal.
Y aunque no es una cinta magistral, cabe destacar un momento en el que el
personaje de Mickey Rourke reflexiona sobre el horror de la guerra.
Ahora muchos de esos actores que durante
más de veinte años llenaban las salas de todo el mundo y eran rentables para la
industria, no se prodigan demasiado porque no son políticamente correctos.
Volviendo al principio, me llaman La
Pequeña Balboa porque intento sobrevivir en este mundo hecho a medida de los
ganadores que lograron los mejores asientos antes de llegar a la sala de
proyecciones. Porque pertenezco a la legión de los perdedores. Porque después
de cada combate, soy consciente de que me queda mucha batalla por librar. Y
porque no pienso rendirme. Nunca. Ni quebrarme. Ni renunciar a mis
convicciones.
Tal
vez habría podido elegir al personaje femenino de Million Dollar Baby, pero sinceramente espero acabar un poco mejor
que ella.
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