No se vosotros pero a mí me gusta anotar
frases de las que llaman “célebres” porque las han pronunciado grandes
pensador@s y porque a pesar del tiempo transcurrido continúan teniendo sentido.
Pero también me gusta anotar frases de
autor@s anónim@s escritas sobre lienzos poco elegantes y que reflejan la
realidad.
Las primeras fueron escritas en pergaminos o
papel, ante escritorios de madera noble, en ambientes relativamente tranquilos
y con plumas de ave o estilográficas y tinta de delicados matices.
Las segundas fueron escritas en paredes de edificios,
sobre persianas onduladas en la clandestinidad de la noche, con sprays de
pintura, trazo grueso y pulso firme. De estas últimas mi favorita es “Vive como piensas, o acabarás pensando como
vives”. Toda una declaración de principios, que ha cobrado sentido a
consecuencia de la situación actual.
El pasado invierno una de mis alumnas debía
preparar un ejercicio de redacción para su clase de inglés analizando dos
frases pronunciadas en dos periodos distantes en el tiempo, por dos hombres muy
distintos y que constituyen una buena excusa para reflexionar sobre muchas de
las cosas que suceden.
La primera frase es del co-emperador del
Imperio Romano Marco Aurelio, apodado el Sabio o Filosofo, que además de a la
política también se dedicó a escribir sobre filosofía, sobre la vida.
Para Marco Aurelio “La
pobreza es la madre del crimen”. Imagino que el tiempo en que vivió Marco
Aurelio fue extremadamente duro, tanto que la esperanza de vida era reducida, la
vida cotidiana era una carrera de obstáculos peligrosa y la muerte estaba
presente a cada instante, en cada recodo del camino.
Si nos fiamos de las
crónicas, si consultamos documentos privados conservados en archivos y fondos
documentales, constatamos que a lo largo de los siglos la certeza del emperador
Marco Aurelio sigue vigente.
La pobreza lleva en
muchas ocasiones a quienes la padecen a cruzar el límite que marca la ley, a
ganar el sustento de los suyos fuera de la legalidad. La pobreza en casos
extremos puede quedar manchada de sangre, porque ese crimen al que aludía Marco
Aurelio va más allá del simple hurto de alimentos o productos de primera
necesidad y queda eclipsado por un crimen de mayor gravedad.
Lo que resulta más
doloroso es comprobar que la pobreza es el fruto de un crimen mayor cuyo origen
se encuentra en los apetitos desmedidos de una minoría que habitualmente está
en la cumbre de la cadena alimenticia.
Esa minoría, egoísta, codiciosa,
ambiciosa, que no tiene moral, ni ética o principios, está convencida de que el
mundo le pertenece y que el resto de la humanidad está a su servicio.
No siente remordimiento
alguno si debe jugar sucio o transgredir la ley para obtener lo que desea. No
se plantea que el hecho de saciar sus apetitos provoca la miseria de otros, la
muerte de otros.
La pobreza cuyo origen se
encuentra en el crimen de la codicia cometido por una minoría habitualmente
poderosa, al final acaba generando un crimen que nace de la necesidad de
subsistir.
Todos conocemos el final
de esta historia. Invariablemente el crimen que nace de la pobreza será
castigado duramente. Pero el crimen que ha creado ese estado de pobreza en la
mayoría de los casos nunca recibe castigo y cuando en contadas ocasiones está a
punto de ser castigado, descubrimos que el crimen según la ley, la misma ley
que castiga a la víctima, ha prescrito.
El catalogo más amplio de
horrores producidos por la ambición desmedida de una minoría y la pobreza y
desolación extrema de sus víctimas no los ofrece el gran escritor francés Honoré
de Balzac.
Suya es la segunda frase
que en las últimas décadas ha cobrado protagonismo y mayor sentido.
Para Balzac “Detrás de
cada gran fortuna siempre hay un crimen”.
En los años 90 del siglo
pasado una noticia puso en jaque a algunas de las compañías más importantes de
los EEUU.
Ante la Corte Suprema de
California un grupo numeroso de descendientes de esclavos afroamericanos inició
los trámites pertinentes para presentar una demanda conjunta cuyo punto
principal era reclamar una indemnización considerable de importantes firmas
financieras, aseguradoras, bancarias…el argumento principal era simple pero demoledor:
el capital inicial de las compañías objeto de la demanda provenía de la venta y
el tráfico de seres humanos y de los beneficios obtenidos por familias
poderosas a través de la explotación de mano de obra esclava.
Ese capital inicial
obtenido a partir del siglo XVIII permitió a los amos y sus familias mantenerse
en el poder durante generaciones y llevó a los esclavos y a sus familias a
vivir en condiciones extremas, que aunque en algunos casos han mejorado tras la
dura lucha llevada a cabo por quienes reivindicaron los Derechos Civiles para
los negros no han desaparecido del todo.
Aunque he buscado
información sobre esta noticia no he encontrado nada que indique que la demanda
prosperase ante la Corte Suprema de California.
Este caso no es una
excepción. Cuando el “mundo civilizado” abolió el tráfico de seres humanos
España continuó adelante con esta práctica comercial.
Un descendiente de la
familia más importante en ese sector “comercial”, forma parte de la sociedad
más selecta de nuestro país y en nuestros días su discurso político no
desentona demasiado con las ideas de sus ancestros.
Si echamos un vistazo a
la situación política, económica y social que nos rodea comprobamos que la
frase de Balzac goza de plena vigencia.
Hoy se ha hecho pública
la noticia de que la compañía de ferrocarriles pública, RENFE, ha sido
desmantelada en cuatro compañías.
La comunidad autónoma de
Madrid está en pie de guerra desde hace meses ante el plan del gobierno de la
misma de privatizar parte de las estructuras de la sanidad pública. Me refiero
como bien sabéis a la venta de estas estructuras a compañías privadas.
El camino emprendido por
el gobierno al parecer no tiene retorno. Lo más indignante es que este
desmantelamiento, este plan de vender o mal vender estructuras que se han
consolidado a través de un largo esfuerzo no cuenta con la aprobación de su verdadero
propietario: el pueblo que lo ha hecho posible con su esfuerzo y con su
inversión a través de los impuestos.
Lo mismo ha sucedido con
las estructuras financieras del país, con los bancos que han llevado a cabo una
violación sistemática del código ético y deontológico de este sector y que tras
varias décadas de comisión de prácticas fraudulentas, han requerido un rescate
escandaloso a través de capital público, es decir de dinero del pueblo. El
mismo pueblo al que han estafado, engañado, expoliado y vulnerado
sistemáticamente.
Han sigo tantos los que
han “metido mano en las arcas públicas”, tantos los que han recibido “regalos
envenenados” de quienes también querían su parte del pastel, tantos los que han
“vivido por encima de nuestras posibilidades” que han provocado que las frases
de Marco Aurelio (La pobreza es la madre del crimen) y Balzac (Detrás
de cada gran fortuna siempre hay un crimen) cobren un nuevo sentido.
A los pobres se nos niega
el pan y la sal, la asistencia médica y los derechos más elementales. Y nuestro
crimen nacido de la pobreza es castigado de forma que no podamos salir de la
pesadilla.
A quienes condenan a sus
semejantes a la pobreza y dan sentido a la idea de que “tras cada gran fortuna
siempre hay un crimen” la ley les castiga de forma menos severa. El motivo es
simple. Nunca antes han sido condenados. Nunca han manchado sus manos en
sangre.
Pero no es cierto. Porque
toda la sangre vertida ya sea por falta de asistencia sanitaria, por hambre o
por no ver otra salida a la situación que la de acabar con nuestra vida, aunque
no les haya salpicado físicamente si lo ha hecho moralmente.
Y si observamos con
atención cada céntimo acumulado en cuentas corrientes en paraísos fiscales
podemos apreciar que está manchado con la sangre y el sufrimiento de alguien.
Para los verdugos alguien
anónimo para la familia de la víctima un ser querido con nombre y apellidos,
sueños, ilusiones rotos por la codicia, la ambición y la imperiosa necesidad para
algunos de saciar sus apetitos desmedidos.
Podrán lucir trajes de
diseño y complementos de refinada factura. En nada se diferencian de quienes vestían
pieles de animales y portaban espadas.
La única diferencia tal
vez reside en que los verdugos de tiempos antiguos en muchos casos peleaban sus
batallas y que los verdugos modernos pelean las batallas sin salir del despacho
a golpe de botón y en el peor de los casos empleando a intermediarios para no
ensuciarse las manos.
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