Le ha llevado su amigo porque es quien tiene
el contacto con esa gente.
Aunque son las doce del mediodía, el sol es
abrasador y la luz cegadora en el exterior, en el interior del local todo
está oscuro.
Al fondo, al final de un pasillo, una puerta
se abre y se cierra cada media hora. Una puerta por la que entran algunos de
los que esperan sentados a las mesas sucias y viejas del local.
Está sudando y eso le convierte en objetivo
de las moscas que zumban sorteando motas de polvo y olores rancios.
Intenta pasar desapercibido. No quiere que
los que le esperan se enfaden y le dejen en tierra.
La puerta del final del pasillo se abre de
nuevo y sale una mujer joven, lleva a un niño de la mano. Cuando pasa por su
lado se da cuenta de que está embarazada. El niño, lleva un osito de
tela cogido de un brazo.
Un tipo alto, fuerte, robusto con un cuello
tan grande que le recuerda el de los bueyes que emplean en su pueblo para arar
la tierra llega a su mesa.
No le habla, se limita a señalarle con la
cabeza e indicarle que se levante.
Le acompaña a la puerta del final del
pasillo. Se detienen y el hombre fuerte golpea suavemente la puerta con los
nudillos. Alguien desde el interior ordena que pasen.
La habitación es un almacén reconvertido en
despacho. Sobre las paredes se amontonan cajas de bebida, estanterías sucias y
herrumbrosas repletas de latas de carne y fruta en conserva, que acumulan polvo
y cuya fecha de caducidad está más que pasada.
En el centro una mesa atestada de papeles y
un hombre sentado fumando un puro. Con un gesto preciso le indica que se
siente. Y él obedece. Se siente como un roedor ante una serpiente.
Él saca de una bolsa de plástico un sobre
abultado. Contiene sus ahorros, los ahorros de parte de su familia, su último
sueldo.
El hombre lo coge y lo abre. No lo cuenta. No
necesita hacerlo porque sabe que no le engañará. Si lo hiciese, él y todos los
que han participado en la colecta para obtener una cifra de dinero tan elevada,
estarían muertos antes de que el hombre del despacho acabase de chasquear los
dedos.
El hombre del despacho cierra el sobre y se
lo entrega a “cuello de buey” que se ha situado detrás como si fuese un
guardaespaldas.
“Cuello de buey” lo deposita en el interior
de una caja fuerte situada en una de las paredes.
El hombre del despacho le entrega un papel y
le dice que se aprenda lo que hay escrito de memoria y luego queme el papel. Si
alguien ve el papel, si ese papel acaba en manos de la policía, perderá su
dinero, se quedará en tierra y morirá.
Otro gesto preciso y “cuello de buey” sale de
entre la sombra y le acompaña a la salida, por el pasillo, regresan al bar y
allí se repite la coreografía. En esta ocasión es otra mujer la que capta la
atención del guardaespaldas.
Cuando sale , el sol le ciega, no
ve bien. Parpadea con rapidez, se seca el sudor de la frente con el dorso de la
mano y cruza la calle con cuidado. En la terraza de otro local, su amigo le
espera. Se sienta y pide un refresco. Le da las gracias por ponerle en contacto
con el hombre del despacho. Charlan animados. Esta noche cenará en casa de su
amigo. No puede pagar un hotel, una pensión. Y si duerme al aire libre la
policía puede detenerle. Por eso su amigo le ha invitado a cenar y dormir en su
casa.
La cena ha sido agradable. La esposa de su
amigo es una buena cocinera y una mujer encantadora. Su amigo le ha prestado
ropa limpia y la mujer ha lavado y tendido la suya para que pueda
ponérsela.
No
puede dormir en toda la noche. El canto de los grillos le parece más fuerte, el
olor de las flores más intenso, la luz de la luna másbrillante. Poco antes del
amanecer se queda dormido. Con una palabra en los labios, futuro.
Hace frío, mucho frío. Y no hay luz. Es luna
nueva. Se ha escapado de la bodega. Él y casi doscientos más viajan hacinados
en la bodega del barco.
Son los que menos podían pagar al traficante
por el viaje. Los que más pagaron han viajado en la cubierta de aquella
cafetera. La mayoría no sabe nadar, nunca vieron el mar antes del día en que
empezó la ruta al infierno. Entre los que viajan en cubierta reconoce a la
mujer que vio en el bar y con ella está el niño que sigue abrazado al osito de
tela.
Hace horas que deberían haber visto la costa
de Sicilia. Pero el motor se paró justo cuando empezaba a anochecer. Por el
frío que hace, que se le ha metido en los huesos, calcula que la madrugada está
muy avanzada. Probablemente el sol no tardará en salir. Si mantienen la calma y
el barco resiste un poco más, tal vez les vea alguna embarcación de pesca y dé
la alarma.
El capitán de aquella ruina flotante ronca
profundamente. Como cada noche, se ha emborrachado. Y por eso como cada noche
él ha aprovechado para escaparse de la bodega.
Uno de los pasajeros privilegiados le ha
reconocido y en silencio con un movimiento de cabeza le invita a que se siente
junto a él.
Se conocieron el primer día del viaje. El día
en que empezó la pesadilla. A pie, atravesaron el continente. Caminaron de
noche y se ocultaron de día. Los más fuertes ayudaron a los más cansados.
A medio camino se les unió un grupo de
individuos que no dejaron de molestar a las mujeres. No les importaba si
estaban embarazadas. Las acosaban como depredadores que persiguen e intentan
cansar a la presa. Un día cuando amanecía y se acercaban al lugar en el que
descansarían hasta que llegase la noche, se percató de que una de las mujeres y
su hijo no estaban en el grupo.
No hizo preguntas pero aguzó el oído. Y en
las noches siguientes mientras caminaban por el desierto, escuchó palabras, las
recogió, las hilvanó y pronto tejió la historia que faltaba en el grupo.
Los depredadores habían apartado a la presa
y la habían matado no sin antes someterla a todo tipo de abusos y
torturas. El hijo de la víctima intentó defenderla, pero era tan pequeño, tan
débil que lo quebraron como a una ramita seca.
Cuando acabaron echaron los cuerpos a un pozo
en el que descansaban las victimas de otros viajes.
Tardaron más de dos semanas en llegar al
puerto donde les esperaba el barco y allí pasaron otra semana, escondidos en
almacenes abandonados. Ni la policía ni el ejército pasaban por allí. Era obvio
que sabían lo que pasaba y era más obvio todavía que todos ganaban mucho con
aquel tráfico de almas y sueños.
Finalmente
subieron al barco y comprendieron que no sería fácil llegar a su destino. Que
muchos morirían en alta mar, que muchos más llegarían a tierra pero serían
capturados, que otros tantos deberían luchar como nunca lo habían hecho para
sobrevivir en una tierra hostil.
El hombre de cubierta le despierta. Está
asustado. Habla deprisa. Él cree que el capitán ha descubierto su escapada.
Pero no es por eso. En cubierta se ha desatado otra vez el infierno. El fuego
consume rápidamente aparejos y otros materiales.
El capitán ha
despertado de golpe de su borrachera.
Aunque no saben nadar la mayoría se lanza al
agua. El agua negra y fría se los traga.
Todavía no ha saltado. Intenta bajar a la
bodega y ayudar a sus compañeros para que salgan a cubierta y tengan alguna
posibilidad de sobrevivir.
El fuego no se apaga. El barco se mueve como
si estuviese en medio de una tempestad pero el mar está en calma. Es el terror
de los que no han tenido el valor de saltar al agua.
Cerca ven luces rojas y blancas que dibujan
siluetas. Son barcos de pesca. Pero por más que griten, por más que el fuego
pueda verse claramente, nadie les hace caso, nadie se acerca, nadie les presta
ayuda.
Cuando el fuego ha ganado la partida, el
barco empieza a quejarse. Es un sonido espantoso que sobresale incluso por
encima del coro de lamentos y terror que forman los que luchan por su vida en
el agua.
El barco ha empezado a hundirse. Él no sabe
nadar. Él sabe que esa es su última noche en la tierra.
La madre y el niño que sigue aferrado al
osito de tela están en un rincón paralizados de terror.
En un último instante de lucidez agarra un
trozo de madera y coge al niño y lo ata con un trozo de cuerda que
ha resistido al fuego. El barco se ha hundido tanto que nota el agua a la
altura de la pantorrilla. Deposita al niño en el agua e intenta impulsar la
madera para que se aleje del barco.
Los
gritos y lamentos van cesando lentamente. La madre del niño le mira y ambos
asienten. No dejan de mirar la madera que se aleja con el niño atado. Para
ellos es el final, pero para él con un poco de suerte puede significar el
futuro.
Las primeras luces del alba muestran a las
tripulaciones de los patrulleros una visión difícil de olvidar. Cuerpos que
flotan. Restos de madera. Una mancha de combustible.
Es la suma de instantes de terror congelados
en el tiempo. Muchos hombres. Varias mujeres. Algún niño.
Empiezan las tareas de rescate. Agarrados a
algún madero o alguna pieza del barco, encuentran a más de 80 supervivientes.
Les suben a bordo les llevan a puerto. No hablan, están helados, la mirada
perdida y muerta. Los sanitarios les examinan. Otros voluntarios les ofrecen
mantas y líquidos calientes.
Los siguientes equipos de rescate ya no traen
supervivientes. Solo bolsas herméticas que contienen cuerpos sin vida, sin
sueños, sin memoria.
A media mañana la tripulación de una
patrullera, escucha un golpe sordo en el costado del barco. Cuando acuden a ver
que sucede, descubren asombrados, que es un madero, al que alguien ha atado a
un niño de corta edad, tres o cuatro años. Está inconsciente.
Con cuidado izan el madero y lo depositan en
cubierta. Desatan al pequeño y le llevan al camarote del capitán.
El sanitario de la patrulla confirma que el
niño está débil pero vivo. Le aplican oxígeno, buscan una vía y le colocan un
catéter para empezar a hidratarle con suero.
Desde la sala de comunicaciones, informan al
puerto del hallazgo.
Las autoridades rápidamente lo comunican a
los que participan en las tareas de identificación de vivos y muertos.
Se hace el silencio. Un
sollozo desconsolado que se transforma en llanto profundo rompe el instante.
Es la alcaldesa del pueblo que ha participado
desde el primer momento en las tareas de rescate.
Su resistencia, su fuerza como líder, la
necesidad de aparentar eficiencia ante el grupo, se ha roto.
Porque han encontrado a un niño, vivo.
Nadie dice nada, nadie puede hablar.
Solo se atreve un viejo pescador. “Bueno no
han sido los primeros. ¿Recordáis 2009? También eran muchos” escupe al viento y
continua “el día que estas pobres almas decidan salir a la superficie, podremos
llegar a África a pie. Son demasiados, demasiados…” y se aleja del puerto con
paso cansado e irregular. Lleva tanto tiempo en el mar que no sabe andar en
tierra firme.
Se aleja murmurando “son demasiados, demasiados…y
a nadie parece importarle…ahora todos se rasgaran las camisas y hablarán de
estos pobres durante unos días…y luego…nada…a
esperar el próximo desastre…son demasiados, demasiados…”
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